Aún recuerdo aquella primera entrevista en su casa de la calle Padilla, en el coqueto barrio de Belgrano R, al que llegó con la idea de construir ladrillo sobre ladrillo y con paciencia oriental, su propia casa. “El hombre pisó la luna y mi familia aterrizó en Belgrano R”, me dijo con la sonrisa habitual que acompañaban sus gestos. Ingresar a su hogar era hacerlo a una fauna fantástica de animales y objetos. Servilleteros, lámparas y carteras, hasta un tablero de ajedrez con cada una de sus piezas y geishas de medio centímetro que se podían encontrar en cada rincón de su casa.
“En el origami japonés, lo esencial es lograr el espíritu de la figura, percibir su movimiento, por eso lleva una rica tradición llena de simbolismos”, me señaló para reconocer, con el tiempo, que no es solo una excelente imitación el arte de plegar el papel. Y me enseñó que el langostino con la colita curvada simboliza la llegada de la felicidad; la caña de bambú es sinónimo de flexibilidad, y el abanico abierto, de progreso. Luego, esos siempre agradables encuentros en la Casona de las Artes, donde desplegaba todo su arte, que, más que una clase, se convertían en una enseñanza de vida, como aquella de los marinos japoneses que se entretenían haciendo posa-teteras doblando las postales que compraban en los puertos. O la de la ranita que saltaba hecha con una tarjeta de crédito. Hace unos años cuando le hicieron un homenaje a su brillante carrera, me apenó no haber estado allí. Susana Arashiro acompañó mi carrera profesional porque siempre fue motivo de alguna entrevista, si no era por una exposición suya seguramente lo fue por estar innovando como lo hacía en las figuras geométricas. “Todo es cuestión de creatividad, orden y precisión”, me dijo. “El origami es algo así como un camino intermedio entre el arte y el juego”. Hace pocos días en un acto de reconocimiento que se hizo a personalidades de nuestra colectividad en el Jardín Japonés –en el que ella estaba mencionada- no la volví a encontrar. No hubo tiempo, ni nos dimos cuenta, de que estaba llegando el momento del último adiós. Solo me acaricia la tristeza el haberla encontrado igual que siempre, con esa delicada y fina piel que era incomparable con cualquier textura del mejor papel. Ahora que me despierto despabilado por el cantar de los pájaros y a una hora muy temprana, se me vuelve inevitable ese paraíso de imágenes que la acompañaban en la sencilla casa de la calle Padilla, en Belgrano R, donde vivía en armonía y con esa paz que transmitía en cada paso, en el tono de voz y en sus movimientos gestuales. “El origami, si uno se lo propone, resulta hasta mágico”, supo decir y ése es el camino y el horizonte para quienes quieran recoger su mejor legado.
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