Miércoles, 26 de Febrero de 2014
Entre Florencio Varela y el Parque Indoamericano
Escrito por Marcelo G. Higa   

A propósito de la inclusión y la exclusión.

Tiempo de políticas
Mi llegada al país coincidió con los funerales de Néstor Kirchner. Momentos antes de subir al avión en Narita me había enterado del deceso del ex presidente, aunque repentina como fue la noticia, poco tiempo tuve para entrar en detalles. Resultaba difícil imaginar cómo su muerte habría afectado a la sociedad.

El viernes 30, en Ezeiza todo era más o menos normal. Como siempre, me tomé el micro hasta Retiro. Antes de llegar a la General Paz, inesperadamente, el ómnibus cambió su ruta. Interrumpido el acceso por la autopista, para entrar a la capital tuvo que dar un largo rodeo por Pompeya. La visita no programada por los barrios del sur ofrecía un panorama desolador de la ciudad. La avenida Amancio Alcorta, la cancha de Huracán, la parte trasera de Constitución, barrios que alguna vez supieron lucir como de “clase media”, aparecían librados a su suerte de desidia y precariedad. Un paisaje de desamparo acentuado por el cielo cubierto y un frío más otoñal que primaveral.
En los alrededores de la Casa Rosada, el tránsito se hizo lento. Curiosamente, los clásicos bocinazos del centro porteño parecían haber dado una tregua. A pie, mujeres, hombres, jóvenes y chicos enfilando para la Rosada. Gente de toda las vestimentas, colores y edades. Algunas pintadas dejaban testimonio de su recuerdo. Retiro, subte, combinación, llego. De puerta a puerta, 35 horas, medio mundo.
Ya en casa, la televisión daba una perspectiva más amplia y más cercana de los últimos días. Adolescentes con acento educado, señoras muy humildes, trabajadores en sus uniformes de trabajo, artistas e intelectuales; rostros compungidos, consternados, cansados. El estado de ánimo, sin embargo, aparecía nítido en la inscripción de los carteles que empapelaban la ciudad: “Gracias Néstor, fuerza Cristina”. Un dolor, una convicción. Muerto el rey, hay reina. Esa extraña certeza parecía señalar que lo que pudo haber sido un debilitamiento, se había transformado en un fortalecimiento.
Todavía sin superar el jet lag, y con ojos japoneses, la primera pregunta: ¿es desordenada la salida del féretro? A la que sigue, como respuesta, una segunda: ¿es importante que sea ordenada? La gente se abalanza, los policías pierden sus gorras, algunos figuretti corren y hablan por celular. Pero no hay una reacción agresiva hacia el desborde: el cortejo avanza, a veces más rápido, otras más lento, pero no se detiene; sin vallados inapelables ni estricto ceremonial, dándole la oportunidad a cada uno para que se despida de la forma que quiera, sobria, impulsiva o descaradamente. En esas imágenes, me pareció entrever la idea de un país distinto.
La muerte de Kirchner puso sobre la superficie la dimensión de los cambios ocurridos en el país. No me refiero a las obras, subsidios, jubilaciones, asignaciones, superávit comercial, leyes o condenas. Desde Japón uno había seguido intermitentemente las transformaciones y los gestos, a veces con afinidades, otras con dudas. Pero lo que a la distancia resultaba más difícil de percibir eran los cambios en la actitud, el protagonismo, el humor de la gente. La forma en que hoy, en el día a día, la sociedad se involucra con la cosa pública. 
En los días del funeral, por todos los medios, conocidos y anónimos se expresaron mostrando un abanico de opiniones y no opiniones que confirmaron los alcances de esa transformación. Más cerca, amigos se desencajaron llorando mientras otros no dieron respiro a su condena al gobierno. Para unos y otros hay cosas que defender y criticar, discutir y negociar. Argentina es hoy, en ese sentido, una sociedad que transpira política, un lugar en donde la gente sostiene, asiente, disiente, debate y confronta, escéptica o impetuosamente. Y eso, en el mundo actual es, por lo menos, un síntoma de vitalidad ciudadana.
La recuperación de la política, no sólo en los cafés o en los locales partidarios, sino también en las calles, en las aulas, en las oficinas, en las colas, en las cocinas, comedores y dormitorios de las casas, incide y va a incidir en la calidad de la democracia futura.

Noviembre de 2010: Florencio Varela y los inmigrantes
En ese país, a pocos días del funeral, en La Capilla, Florencio Varela, una pequeña de 3 años se cae en un pozo de agua abandonado. Sus padres son horticultores bolivianos, inmigrantes recientes. El rescate se transforma en un reality show que hipnotiza a la teleaudiencia nacional.
La noche avanza y enfría. Los rescatistas prueban y consideran mil maneras para alzarla sin conseguir ningún resultado. Políticos, vecinos, periodistas, médicos, asistentes sociales, curiosos, el lugar del hecho es un caos. Inclinada sobre el agujero, la madre acompaña, ofrece calma y aliento.
La exposición televisiva pone al descubierto la precariedad de los medios que cuentan los rescatistas para su trabajo. Pero también una comunidad solidaria con la desgracia ajena. Pibes que se acercan porque están convencidos de que la pueden sacar. Padres que ofrecen a sus hijos menudos para bajar boca abajo y levantar a la nena. Aquí también, avances improvisados y buena voluntad hablan tanto de las potencialidades como de las innumerables carencias que sufre la sociedad.    
El dispositivo para alzarla es de tecnología “lo atamo’ con alambre”. Un lazo que la nena tiene que colocarse como harnés bajo las axilas (“estamos acostumbrados a su manipulación porque lo usamos para sacar a los animales que se caen”).  Milagrosamente, da resultado. Después de 6 horas y media, logran izarla. La nena tiene unos pocos rasguños y algo de frío, pero está bien. A pocos días del rescate de los mineros chilenos, la pequeña heroína local transmite fuerza y emoción.
Al día siguiente, la señora madre agradece la labor de los rescatistas y la generosidad de sus vecinos. En el español del altiplano, sus límpidas palabras resuenan elocuentes, especialmente cuando se contrastan con las gastadas expresiones de nuestro lenguaje chabón. Ajena a todo el alboroto, la pequeña Vanesa juega despreocupada en una improvisada hamaca. La presidenta fue hasta el hospital para regalarle una Barbie rubia y está más que contenta. El padre, de impecable camisa, asiente y agradece.
Un país de inmigrantes agradecidos debe ser un lindo país para vivir.
Florencio Varela es un lugar familiar para los inmigrantes japoneses. La presencia, allí,  se remonta hasta la década de 1920, cuando K. Nakandakare se asentó en la zona para dedicarse a la producción de verduras frescas para la ciudad. Desde esa época, la “quinta”, junto a la tintorería y a la floricultura, se convirtió en el trípode ocupacional que sostuvo durante décadas el desarrollo de la colectividad.
El trabajo en la quinta era duro, a veces ingrato y, sobre todo, requería gran cantidad de mano de obra. Esta se aseguraba con los inmigrantes recién llegados o con aquellos que,  trabajando en la ciudad, optaban por la relación de dependencia, pero en establecimientos de paisanos. Patrón y peón llevaban un estilo de vida similar y ambos se beneficiaban de los generosos suelos que posibilitaban la “escalera” ascendente. Los peones accedían con el tiempo a la mediería y luego al arrendamiento. La propiedad de la tierra, sin embargo, era un escalón de difícil alcance para la gran mayoría. 
Después de la segunda guerra mundial hubo un momento muy importante para la consolidación de los horticultores japoneses. Durante la presidencia de Perón, los créditos bancarios a largo plazo y bajo interés hicieron posible la adquisición de los terrenos. La política inmigratoria de los planes quinquenales, por otra parte, preveía la asignación de tierras fiscales en el conurbano bonaerense para el desarrollo de la actividad hortícola. Colonia La Capilla (“17 de Octubre”) fue uno de los parajes loteados a principios de la década de 1950 con ese fin. Muchos de los “quinteros”, peones o medieros pudieron entonces acceder al terreno propio. No sería exagerado decir que sin la mediación de la política estatal, muy diferente hubiese sido la evolución de los horticultores japoneses en la zona
En las últimas décadas, el recambio generacional y las perspectivas de mejores ingresos en otras ocupaciones fueron alejando a los descendientes de japoneses de los campos, un hecho que se intensificó a partir de las migraciones a Japón a finales de la década del 80.  En La Capilla, las pocas familias que continúan produciendo comparten ahora el espacio con los inmigrantes bolivianos.
Desde hace algunos años, cada vez son más los trabajadores bolivianos ocupados en la horticultura. Ya desde la década del 70, una importante corriente de inmigrantes comenzó a asentarse en el conurbano bonaerense para dedicarse a la producción de verduras y flores. Escobar, La Plata, Florencio Varela, localidades que otrora habían recibido grupos de inmigrantes ultramarinos, se convirtieron en importantes asentamientos de horticultores y floricultores de origen boliviano. 
Como en el caso de los japoneses, los bolivianos han comenzado a recorrer la “escalera hortícola”: de peones a tanteros a medieros a arrendatarios (Roberto Benencia, 2006). La propiedad, en los tiempos actuales, parece todavía una aspiración de difícil alcance. Sus estrategias de adaptación guardan similitud con la de los japoneses décadas atrás: redes de paisanos, ayuda mutua, asociaciones, remesas y un “espacio transnacional” por donde permanentemente circulan personas, bienes e información. También, como en aquel caso, el énfasis en la educación de los hijos sugiere una visión y un compromiso a largo plazo que, mediante políticas de inclusión adecuadas, contribuirán al enriquecimiento de nuestra sociedad.
La actividad hortícola se continúa en una cadena de comercialización que llega hasta las clásicas verdulerías barriales. Hoy, como el supermercado de los inmigrantes chinos, las verdulerías administradas por bolivianos se han convertido en un eslabón fundamental del consumo cotidiano. Sin la presencia de sus pequeños comercios, es indudable que la calidad de vida ciudadana se vería afectada drásticamente.
La imagen de la nena rescatada genera una retrospectiva hacia el futuro. Algo así como:  ¿no seré yo ella? ¿no serán mis padres sus padres? ¿no será ella la que un día se diga “yo soy argentina” en una patria nueva?

Diciembre de 2010: El Parque Indoamericano y sus vecinos
En ese mismo país, a las pocas semanas, otra noticia: la ocupación del Parque Indoamericano. El incidente es actual, pero de sus derivaciones se desprende una patria vieja, una película de imágenes anquilosadas que pone en duda los presupuestos sobre los que ha sido construida la nacionalidad.
La sucesión de los hechos ocurridos entre el 5 y el 12 de diciembre se encuentra lo suficientemente fresca como para no necesitar abundar en detalles: rumores confusos, ocupación del predio, desalojo, enfrentamientos, represión, un primer saldo de dos muertos; retirada de la vigilancia policial, nueva ocupación, transmisión en vivo permanente, progresivo incremento de los ocupantes; espiral de descontrol, aumento de ocupaciones en otros sectores de la ciudad y el Gran Buenos Aires. Mientras tanto, las cámaras de tevé recogen y repiten con esmerada selección testimonios y escenas de un libreto propio: caos, inseguridad, abusos, barbarie.
Quienes deben resolver la situación poco contribuyen a encontrar una solución. El gobierno nacional y el de la ciudad inician un diálogo de sordos mientras el calor y la precariedad de las condiciones se intensifican. De la boca del máximo mandatario de la ciudad se escuchan frases no demasiado ocurrentes que el sentido común puede asimilar con facilidad e interpretar para justificar su furia sin remordimientos. Cuando menciona a “la inmigración descontrolada de los países limítrofes”, el objetivo se aclara y la irracionalidad se dispara.
Del lado de afuera del predio, los vecinos se impacientan y exigen represión ya. Al límite, la escalada se convierte en una bomba de tiempo. Finalmente, azuzados por profesionales de la intimidación, la asonada vecinal termina cobrándose un muerto más. José Castañeda Quispe, un muchacho boliviano cuya compañera es humillada frente a las cámaras por varios “vecinos”. Es el momento de máxima tensión.
Cómo se resolvió finalmente la ocupación es algo que hoy no sabemos muy bien. La crónica cuenta que hubo una mesa de negociaciones en donde se planeó una estrategia y se pactaron algunas medidas para responder a las demandas; que “Pitu” Salvatierra, un muchacho de convincente y elocuente verba que representó a los ocupantes, transmitió esas medidas a la gente del predio, y que como resultado de las deliberaciones, primero una mitad decidió abandonarlo y después la otra mitad también se terminó yendo. Al cabo de siete días, el predio quedó desalojado. La paz volvió al vecindario.
La ocupación del Parque Indoamericano seguramente pronto quedará en lo anecdótico. Hasta que una nueva ola de calor o necesidades no resueltas vuelva a estallar y algunos intereses espurios vean allí una oportunidad para usufructuar. Pero lo que realmente preocupa es la superficialidad de los argumentos con que se atacó a la presencia inmigrante en el país. En esa semana, la corrección política se hizo añicos al paso de los vecinos indignados, con el jefe de gobierno de bastonero. “La culpa es de los inmigrantes de los países limítrofes”. “Mañana van a estar ocupando todos los parques de la ciudad y el jardín de su casa, vecina”. “La policía debe hacer cumplir el mandato del juez y sacar por la fuerza a toda esa manga de ilegales de ahí”. Son algunas de las expresiones más cuidadas.
Del otro lado, Elizabeth Ovidio, viuda de Quispe, dice: “Mi esposo le puso el corazón y dio su vida por este pedazo de nueva pacha. Se amargaba sin consuelo al verme a mí y a mis hijas en ese chiquero de pieza. Por eso yo seguiré acá hasta lograr lo que él se propuso. Y le daré a mis hijas argentinas la vida que se merecen” (Página 12, 12-12-2010). Aspiraciones simples, convicciones firmes. Aún en el dolor, sus hijas siguen siendo argentinas.
El argumento xenófobo es tan simple como engañoso. La historia del trabajo honesto de la vieja inmigración blanca frente a la usurpación ventajera de la nueva, negra. La historia del si no les gusta, regrésense a su país. La historia de son todos delincuentes. La historia de son mis impuestos. La historia de la culpa siempre es de ellos. Etcétera. Sobre estos puntos, huelgan los comentarios. Solamente recordar la delgada línea que separa al “nosotros” del “ellos”. Y que, como en la engañosa construcción de la “guerra de pobres contra pobres”, una vez más, los que realmente ganan se encuentran en otra parte.

En lo estrictamente personal, la geografía de la protesta vecinal de Villa Soldati-Villa Lugano me toca de cerca. Apenas a unas cuadras del eje que une al Parque Indoamericano con el Club Albariños queda el lugar donde nací.
La primera casa que se compraron mis viejos estaba en la calle Zuviría, entre Basualdo y Araujo. Barriada de gente trabajadora, vivían allí muchos inmigrantes, acaso los padres y abuelos de los moradores actuales de la zona. Por entonces, abundaban los baldíos y las calles de tierra, pero en la década del 60 la tintorería era una ocupación que rendía. Con los años mis padres se mudaron a una antigua casa de Palermo para, gracias a la expansión inmobiliaria, finalmente recaer en una, un poco más nueva, en Belgrano. Entre esas mudanzas, sus hijos fuimos incorporando los valores y desvalores de la mentada “clase media” argentina.
En más de un sentido, “los vecinos” son también mis vecinos. Eso tiene algo de inquietante: la muy cercana posibilidad de encontrarme yo mezclado entre los que protestan.

Del Bicentenario al Tricentenario
Separadas por menos de un mes, las dos noticias comentadas dan muestras claras de la plena vigencia de la inmigración en la sociedad argentina. De sus sueños, ilusiones y obstáculos. Una hace visible historias familiares, trayectorias de un pasado no muy lejano. La otra, deja al descubierto los mecanismos de exclusión, acaso incorporados en el mismo proceso de la integración. De ambas se desprende la necesidad de un debate.
Los festejos del Bicentenario mostraron una clara intención de elogio de la multiculturalidad. La virulencia xenófoba suscitada por la ocupación del Parque Indoamericano, sin embargo, nos recuerda la fragilidad de dicha celebración. Hay tal vez dispositivos más complejos que no se desactivan simplemente con un cambio de traje. Nociones como “patria” y “nacionalidad”.
Quizás sea éste un buen momento para ir a fondo y replantearse no sólo la diversidad de orígenes. Quizás sea una buena oportunidad para avanzar sobre una nueva noción de patria y de nacionalidad. Una nacionalidad que se reconozca en su constitución mixta, híbrida, mestiza, en donde las diferencias nutran y se nutran de su propia diversidad y la de sus pares. Una fórmula, no inventada todavía, que respete el mandato preambular e incorpore definitivamente el aporte de “todos los hombres de buena voluntad que quieran habitar el suelo argentino”.
Los descendientes de japoneses, por nuestra historia, tenemos una posición privilegiada para pensar y opinar sobre el tema. Minoría de minorías, nuestros rasgos físicos alguna vez nos hicieron “inasimilables”; partícipes del ascenso social, nuestra trayectoria de colectividad “exitosa” nos posicionó en “la clase media”. Pero sabemos: la “asimilación” tuvo y tiene sus rispideces y ambigüedades; el éxito depende del lugar desde donde se observe, y la clase media es una identidad tan reclamada como censurada. Desde esa posición liminal, la necesidad e importancia de nuestro aporte colectivo.
Enero de 2011, primer año del Tricentenario.

* Artículo publicado en la edición especial impresa de enero del 2011.