¿Dónde queda la colectividad? La comunidad imaginada cobra sentido en la sucesión de lugares comunes y espacios afines que, desde la memoria o la expectativa, interpelan a nuestras posiciones para dirimir el argumento de lo que vamos siendo. Lugares, espacios, recuerdos, vacíos, proyectos, deseos. Huellas y trayectorias para volver a recorrer la centenaria historia de los japoneses y sus descendientes en Argentina.
Cuando hacia el centenario los japoneses comenzaron a llegar a Buenos Aires, tenían en la ciudad un destino ineludible: la Boca, o su colindante Barracas. En estos dos barrios vertebrados por la avenida Patricios, los recién llegados encontraban sin mayor esfuerzo paisanos, alojamiento y trabajo. Desde estos lugares en donde confluían inmigrantes, criollos, obreros y malevos, se pergeñarían sus primeros pasos por el nuevo mundo.
La mayoría de los japoneses provenía de aldeas. Aunque Argentina seguía siendo un descampado atractivo y sugerente, hacía tiempo que el país había abandonado el proyecto colonizador para vivir de rentas y exportaciones. La riqueza acumulada, de todos modos, era considerable, sobre todo en la opulenta Buenos Aires. La ciudad crecía y generaba sus propias necesidades. De ahí que los paisanos tuvieran que conformarse con mirar la pampa desde sus orillas y aprender a ganarse el pan en los oficios iniciáticos de los inmigrantes primerizos de todos los tiempos: duros, peligrosos, sucios. Para quienes habían llegado apenas con lo puesto y tenían solamente sus brazos para ofrecer, el conchabo era simple: bastaba con presentarse cada mañana en las puertas de las fábricas o en los muelles, y esperar que el capataz señalase con el dedo a los necesarios para la jornada. Una vez ganada la confianza de los jefes, la cadena de amigos y recomendaciones se ocuparía del resto. En la categoría más elemental estaban los kan-kan mushi (“bichos can can”), que no se dedicaban a la danza, sino al martilleo de las calderas para eliminar la herrumbre. Ellos, junto a los estibadores, recibían una buena remuneración en base a sus músculos, pero el impacto sobre el físico no era menor: había que estar horas dándole al martillo metidos dentro de una campana de resonancia aspirando el polvo de oxido que iba directo a los pulmones. La principal fuente de trabajo se encontraba en los frigoríficos ubicados sobre la ribera del Riachuelo, del lado de Avellaneda. La Negra y La Blanca eran los gigantes industriales del momento en donde se faenaba y procesaba la carne para el asado y la exportación. Tampoco, en ese caso, la tarea era fácil. Además de los escrúpulos que podría haber generado una actividad completamente desconocida y hasta culturalmente problemática (el consumo de carne en Japón era una novedad de la modernidad y, tradicionalmente, el tratamiento de animales muertos había sido una actividad exclusiva de una casta de desclasados), había que permanecer durante horas en un ambiente hediondo, húmedo y frío. Pero no había mucho para elegir. No sorprende que los japoneses hayan desarrollado un índice importante de enfermedades pulmonares. La dureza, con todo, no era solamente cosa de hombres. Un rasgo para destacar de esta época fue la labor femenina en las fábricas. La migración a Brasil, desde donde llegó la mayor parte de los japoneses en los primeros años, había estado compuesta por grupos familiares. Las mujeres eran, sobre todo, un requisito para acceder a la subvención de los pasajes, pero no venían simplemente de acompañantes. Según una investigación de Isabel Laumonier, entre 1918 y 1926 trabajaron para la empresa Alpargatas de la avenida Patricios 176 personas de origen japonés, en su mayoría mujeres (v. su artículo en Todo es Historia Nº 263, 1989). El ámbito de la fábrica, con sus enormes máquinas de cortar y coser, entrañaba numerosos peligros que las aprendices debían sortear con más maña que fuerza. Para los campesinos recién llegados, el mundo obrero debió representar un shock cultural tan grande como el que habían sufrido al abandonar la aldea natal. Jornadas de once horas, rutinas interminables, descansos esporádicos y la incertidumbre permanente de no saber qué ocurriría al día siguiente, marcaban el ritmo de un nuevo mundo por doblete. Así y todo, a pesar de su magritud, los salarios en Argentina eran en efectivo y las monedas acumuladas podían contarse al final de cada día. El ahorro tenía la magnitud de los sacrificios sobrehumanos que pudieran sobrellevar sin perecer en el intento, pero muchos de ellos acarreaban deudas o compromisos que cumplir en sus aldeas. En este contexto, regresar se planteaba como una opción tanto más difícil cuando, lejos de mejorar, la situación de los campesinos en Japón no hacía sino agravarse. Las pobres condiciones de trabajo eran el suplicio que debía sobrellevar el común de la clase obrera. El proletariado resistía con armas propias, huelgas y sabotajes, hechos que se reprimían cada vez con más virulencia, especialmente a partir de la repercusión provocada por la Revolución Rusa. En medio de esa efervescencia, los japoneses fueron testigos inmediatos de uno de los acontecimientos más sangrientos de la historia del movimiento obrero argentino: la Semana Trágica. El 7 de enero de 1919, cuatro obreros de los talleres metalúrgicos de Pedro Vasena e Hijo fueron asesinados en las inmediaciones de los depósitos que la firma tenía en Nueva Pompeya. Los sucesos posteriores, con su saldo de cientos de muertos, miles de heridos e infinidad de perseguidos, son historia conocida. Sabemos que en ese establecimiento, según se desprende de los avisos publicados en el periódico japonés Buenos Aires Shuho, trabajaban “más de 300 japoneses y japonesas”. Su rol en el conflicto es un tema todavía controvertido. En algunas noticias de periódicos locales se menciona la presencia de oradores que se dirigían en japonés a los participantes de los mitines, lo que señalaría algún grado de involucramiento. Los pocos testimonios personales que se refieren al momento, sin embargo, hablan de una postura entre la preocupación y la indiferencia, actitudes que, sumadas a la desinformación, traslucen una sospechosa proximidad al poco edificante bando de los crumiros. Es indudable que adherir o no a las huelgas fue un dilema para los improvisados japoneses, quienes, por extracción, experiencia y expectativas, no parecían muy listos para la lucha de clases. El desarrollo de la consciencia de clase no siempre congeniaba con las urgencias de las remesas. Lo cierto es que la violencia de los acontecimientos registrados durante la Semana Trágica habría marcado un punto de inflexión, a partir del cual los japoneses se replantearían su estrategia de supervivencia y, eventualmente, enriquecimiento. La formación de un Sindicato de Trabajadores Japoneses, en mayo de 1919, habla de la emergencia de un espacio novedoso entre quienes hasta hacía poco tiempo no conocían más lealtades que las de la aldea familiar. Pero, por voluntad personal o forzados por las circunstancias, a partir de la década de 1920 los japoneses irían progresivamente alejándose de las filas del proletariado internacional para generar sus propias fuentes de trabajo.
Dada la ubicación de las principales fuentes de trabajo, no es de extrañar que los inmigrantes japoneses hayan recalado en el sur de la ciudad. De acuerdo al censo nacional de 1914, de los 1008 japoneses (861 hombres y 147 mujeres) que se encontraban entonces en el país, un poco más de la mitad tenía domicilio en la Capital Federal (542) y, dentro de ésta, la mayoría se concentraba en las circunscripciones tercera y cuarta (124 y 222, respectivamente), o sea, en los barrios de la Boca y Barracas. El registro de residentes confeccionado por la Legación diplomática japonesa en 1918 nos permite conocer con mayor detalle los domicilios de los inmigrantes (v. la nómina completa en Sakihara, Choichi, ed., Historia del Inmigrante Japonés t.1, pp. 353-374). En la lista figuran 789 personas, con sus apellidos y nombres (en muchos casos solamente la inicial), la prefectura de origen y el domicilio. Si bien se trata de un registro parcial (además de los que no hubieran completado el trámite, casi no aparecen nombres femeninos), los datos proporcionan una idea aproximada de la composición y distribución de los japoneses a fines de la década de 1910. A saber: - Los oriundos de la prefectura de Kagoshima encabezan la lista (239, 30 por ciento), seguidos por los de Okinawa (158, 20 por ciento), Kumamoto (64, 8 por ciento), Hiroshima (46, 6 por ciento), Fukushima (37, 5 por ciento) y Saga (31, 4 por ciento). - El 90 por ciento declara domicilio en la Capital (669 personas) y el conurbano bonaerense (30, Avellaneda, La Plata). El resto se distribuye en otras localidades de la provincia de Buenos Aires y en las ciudades de Rosario, Santa Fe y Córdoba. - Dentro de la Capital, la mayoría se encontraba en los barrios de Barracas (241, 36 por ciento) y la Boca (218, 32 por ciento), seguidos por San Nicolás (82, 12 por ciento), Constitución (23, 3 por ciento), San Cristóbal (23, 3 por ciento), San Telmo (13, 2 por ciento) y Recoleta (13, 2 por ciento). - Resulta llamativa la repetición de algunas direcciones, cuyos habitantes no parecerían constituir siempre un mismo grupo familiar. En algunos casos, como Patricios 19 (17 personas), Patricios 474 (36) o Ituzaingó 825 (17), se trata de pensiones administradas por japoneses. Más al sur, las direcciones corresponderían a los clásicos conventillos. Son los casos de Hernandarias 1537 (casi 30 personas), Magallanes 1450 (23) y 1480 (18), Patricios 1556 (22), Montes de Oca 2173 (17) y 2177 (13), Olavarría 1495 (12), etcétera. - En algunas calles, como Daniel Cerri, por ejemplo, la presencia es notable. En el 1068 vivía una persona; en el 1118, encontramos 8 personas; casi al lado, en el 1180, son 18; en la vereda de enfrente, en el 1137 había 2, en el 1157, solamente una, y en el 1159, 3 más; en la otra cuadra, en el 1214, 3 personas, en el 1276, 2, y en el 1291, hay en total 27 personas; finalmente, en el 1336, tenemos otras 6. Más denso, imposible. Aun cuando no todos vivieran en la dirección registrada (cabe suponer que muchos utilizaron los domicilios consignados simplemente como lugar de contacto), la concentración en estas pocas manzanas da cuenta del carácter “japonés” que iba tomando este sector de la ciudad. Desde una perspectiva actual, uno tiende a identificar el mundo boquense en términos tanos, quienes, sin duda, imprimieron el colorido xeneize a las calles de la zona. La nutrida concurrencia de los japoneses (sin duda los de procedencia más distante), sin embargo, nos advierte acerca de los numerosos intersticios que, a principios del siglo XX, surcaban el espacio de las minorías. A riesgo de resultar insistentes, queda claro que si se juntaban todos los que vivían solamente en Daniel Cerri, daba con holgura para hacer varios equipos de fútbol. En ese marco, el cuadro costumbrista de los sainetes no exagera cuando pone en escena “turco con italiano, francés con alemán y ruso con japonés”. La convivencia se cimentaba en el conventillo, ese universo multinacional donde se rozaban las culturas y el cocoliche se utilizaba como lingua franca. Allí se gestaba la consciencia propia, se aclaraban sus límites, se tendían puentes, se fijaban distorsiones, se mezclaban gustos, se renovaban valores, se negociaban las identidades y sus expresiones. Si algún día indagáramos acerca del origen de algunos acentos imposibles del castellano de nuestros antepasados, no sería sorprendente encontrar, además de la infinita variedad de dialectos tanos, voces portuguesas, tonadas criollas y hasta, quién sabe, alguna fonética yiddish, superpuestos con las dicciones katakana de rigor. Una lengua entreverada como los pasillos del sur de la ciudad, materia primigenia de la argentinidad de los japoneses, y viceversa.
Antes que por su locuacidad, de todos modos, a los japoneses se los empezó a distinguir tanto por su cara como por una supuesta habilidad manual intrínseca. Lo primero no sorprende y lo segundo resulta de difícil comprobación. Pero, cierto o no, estas dos atribuciones sirvieron para que alcanzaran un pronto reconocimiento a pesar de su relativamente escaso número. Las hazañas del almirante Togo y los ecos del japonisme que deslumbraba a la elite porteña hicieron el resto. La visibilidad empezó a tener paisaje de fondo a partir de la inauguración de un hito urbano de la época, el Parque Japonés, en febrero de 1911. El recordado amusement park de los porteños se encontraba sobre el Paseo de Julio (hoy avenida del Libertador-Figueroa Alcorta) entre Callao y la Recoleta, en el predio que muchos todavía asociarán al Italpark, su nieto ya desaparecido. El “Fuji-Yama”, una enorme mole de cuadra y media de base, definía el espíritu del lugar y dominaba las instalaciones, en donde no faltaban los lagos con “las islas de gueisas”, kioscos típicos para el descanso y hasta un “Templo de Nico” (sic). Las atracciones se complementaban en sitios como “el Circo Romano”, “las ruinas del Taj Mahal” o “la aldea indonstánica” (v. Otto Carlos Miller, “El Parque Japonés”, Historias de la ciudad Nº 22, 2003). Una geografía confusa, pero elocuentemente exótica que servía para despertar la imaginación de chicos y grandes. Cuenta la leyenda que el empresario brasilero Otaviano Alves de Lima, uno de los popularizadores del consumo de café en la ciudad, fue el visionario que entrevió el hit de contratar mozos japoneses para servir en sus locales. El Café Paulista, una cadena de cafés que tenía sucursales en todo Buenos Aires y las principales ciudades del interior, fue la gran escuela de los mozos y lavacopas japoneses. Podemos imaginar que para el cliente desprevenido de esa época, que un japonés le trajera el café debió ser una experiencia entre fantástica y fabulosa. Literalmente, diríamos, alucinante. En su paso por los salones de los cafés los japoneses se cruzarían con la bohemia de la ciudad, ingresando incluso en el anecdotario popular, como en el caso de “el Taca taca”, sobrenombre que Roberto Firpo le pusiera a un mozo japonés de la Confitería El Centenario. La onomatopeya significa, según el Diccionario Lunfardo del sitio Todotango, “pago al contado contra la entrega de la mercadería. Inmediatamente, enseguida”. Puede que sea una asociación disparatada, pero nos divierte pensar que esta expresión inconfundible para cualquier porteño, podría haber sido una contribución japonesa al habla rioplatense. Es, en cualquier caso, una muestra cabal de cómo nuestros ancestros mozos se hacían entender por sobre su rudimentario castellano (sobre este tema, v. testimonios en la HIJ, t. 1, pp.123-140). El mundo de la fábrica y los cafés alternaba con el del servicio doméstico, siempre tan requerido en la coqueta ciudad. La demanda sirvientes en todos sus escalafones (mucamos, valets, cocineros, caseros, jardineros, hasta choferes) parecía infinita. Basta con observar los avisos clasificados que se publicaban en cualquier diario de los primeros años de la década de 1910 para comprobarlo. Sin mucho esfuerzo, encontraremos avisos como: “Joven japonés, se ofrece, muy trabajador, para mucamo de comedor o limpieza, con buenas recomendaciones; por carta T. Magallanes 1450”; “Chico japonés de 15 años, se ofrece cualquier trabajo, recién llegado de Japón, Tocuda. Patricios 474”, o “Japonesa, 18 años, se ofrece mucama para casa de corta familia o matrimonio solo, habla muy bien castellano, es muy práctica en su obligación, con buenas recomendaciones, dirigirse por carta a Montes de Oca 2290”, entre cientos de ejemplos similares (sobre este tema, v. “Inmigrantes de otros puertos”, en Margarita Gutman y T. Reese, eds. Buenos Aires 1910, Eudeba, 1999). A partir de estos oficios inaugurales se iría gestando el “imaginario” en torno a los japoneses, un espacio de conquistas, percepciones, estereotipos y malentendidos que, devenido capital simbólico, sería tan importante en el desarrollo posterior de las ocupaciones japonesas.
En las primeras décadas del siglo XX, para Japón, la Argentina era, en más de un sentido, el último rincón del planeta. En cierto modo, el desarrollo de la migración se vincula más con restricciones y casualidades que con políticas específicas de incentivo. La capacidad “absortiva” del país, de todos modos, determinó que, una vez que se produjera el arribo de los primeros trabajadores, se estableciera un flujo pequeño, pero constante que lo convertiría en el tercer destino de los japoneses en Sudamérica. En términos estadísticos, muy lejos de los números que se asentaron en Brasil y en Perú, pero opción igualmente importante para quienes contaban con los recursos sociales y económicos para emprender la travesía. La emigración masiva de los japoneses a ultramar se había iniciado en la década de 1880, con el envío de trabajadores agrícolas a las islas de Hawaii. Desde allí se abrió la ruta hacia el continente norteamericano, en donde los japoneses comenzaron a cubrir los huecos de mano de obra barata dejados por sus antecesores chinos. Pero desde principios del siglo XX, en Estados Unidos los aires nativistas empezaron a ver con recelo al fantasma del “yellow peril” que amenazaba la hegemonía racial y, tanto más contundentemente, las condiciones en el mercado de trabajo. La solución se alcanzó a través de un Acuerdo de Caballeros, por el cual desde 1907 en adelante se limitó en forma drástica el ingreso de japoneses. En esa instancia, Perú, y sobre todo Brasil (a donde el primer contingente de trabajadores japoneses, el mítico grupo del buque Kasato-Maru, arribaría en 1908), se presentaron como las alternativas sudamericanas para drenar el exceso de población que atestaba las islas. Desde estos países vecinos llegaron los primeros japoneses que se asentaron en Argentina. A diferencia de los destinos anteriores, en Argentina (como en Estados Unidos), los proyectos de migraciones masivas eran vistos en forma sospechosa. De ahí que la inmigración japonesa fuese desde sus inicios un fenómeno espontáneo, es decir, sin la intervención directa de los estados o de las compañías migratorias. A partir del ingreso circunstancial de los trabajadores procedentes de Perú y Brasil, se pusieron en funcionamiento las “cadenas” de “llamados” (yobiyose imin), el mecanismo básico que sostuvo la inmigración. Este procedimiento determinaría el volumen final (relativamente pequeño en relación a los otros destinos), y la fuerte impronta regional de los japoneses que se radicaron en el país. Ahora, aunque la migración a Argentina no contaba con auspicios oficiales ni privados, el desarrollo del país lo hacía un destino atractivo, a pesar de la distancia y la ausencia de subvenciones. No solo para el proletariado migrante tradicional, sino también para hombres de negocios, profesionales, aventureros y entusiastas varios, los “migrantes libres” (jiyu imin) que matizarían el perfil del colectivo japonés. En el sector de mayor privilegio estaban aquellos que las bases de Barracas denominaron “los del Centro”. Y, vistos en perspectiva, un poco más del lado sur, los identificados como “los intelectuales”. El interés por Argentina en Japón se incrementó a partir de la Primera Guerra Mundial. La pujante economía argentina se sostenía en el intercambio comercial (exportación de productos primarios e importación de todo el resto). Es por ello que, aprovechando el parate de las importaciones europeas provocado por la guerra, las trade companies japonesas comenzaron a mandar a representantes para negociar sus productos. Antigüedades y sedas para los sectores pudientes, pero también toda clase chirimbolos y materiales baratos, antepasados humildes de la excelencia japonesa contemporánea. Estos comerciantes, que en algunos casos terminarían estableciéndose en el país, constituirían un flujo inmigratorio sui generis. Desde sus posiciones centrales se transformarían en la cabeza visible de la comunidad en gestación. Por último, en un plano intermedio encontramos a “los intelectuales”, jóvenes que, a través de las numerosas publicaciones sobre colonización y emigración, se entusiasmaron con las infinitas potencialidades de la “pampa” y sus riquezas. Entre ellos había graduados de las Escuelas de Agricultura como Takaichi Shigeru o Gashu Kyuhei (cronista, además, de la inmigración japonesa en el país), profesionales o personas con habilidades especiales que, habiendo llegado tan desposeídos como la masa de Barracas, no llegarían a realizar sus sueños de estancieros, pero cumplirían un rol fundamental en la articulación de la comunidad y, sobre todo, en el desarrollo de la horticultura y la floricultura en el país. Estos serían, en definitiva, los protagonistas que hacia 1920 darían vida a “la colectividad”.
A principios de la década de 1920, caminar por la avenida Patricios desde el Parque Lezama hacia el Riachuelo aseguraba al japonés recién llegado un encuentro seguro con algún paisano. En el número 19 se encontraba la pensión Nanbei Kurabu. Unas cuadras más adelante estaba Benrisha (Patricios 474), en donde, además de alojamiento y comida, se prestaban revistas y libros. Un servicio similar al de Ehimeya (Hernandarias 1613) o Kinokuniya (Ituzaingó 825). Como en los imin yado (las posadas especializadas en la atención de emigrantes) de los puertos japoneses, estas pensiones que adoptaban la región de origen como “marca”, facilitaban todo lo necesario para los primerizos. Los antojos de sabores conocidos podían apaciguarse tras una visita por lo de Miyashiki, quien en su casa de California 1188 se dedicaba a la elaboración de tofu y otras delicadezas del pago. O en los almacenes de las inmediaciones del Mercado San Patricio, como el Murakami Hnos. (Hernandarias 1583) o el de Tomisaki, en la calle Hernandarias 1544, quienes proveían de shoyu, miso, tsukemonos a la incipiente comunidad. Pasando la fábrica de Alpargatas (Patricios 1052, entre Olavarría y Lamadrid) y ya casi llegando al Riachuelo, se ingresaba en la zona de conventillos. En estas cuadras siempre era plausible dar con algún paisano para conseguir una changa, hablar de bueyes perdidos o matar el tiempo apostando el jornal en un juego de naipes. Hace décadas que Barracas y la Boca han dejado de ser aquella referencia ineludible para la comunidad. El genius loci, sin embargo, parecería permanecer en algunos lugares todavía emblemáticos para la historia de la inmigración: la antigua sede de la AJA (luego Nihongo Gakko, ahora Kyoren) sobre la calle Finochietto (en aquel tiempo Patagones), la tintorería “Japonesa” de Montes de Oca 962, una de las últimas y más antiguas de la ciudad, o las mismas oficinas de este periódico, en Uspallata 981. Son lugares que resisten al tiempo para atestiguar el tránsito de los japoneses por la zona. En un plano más personal, podemos agregar que en este rincón de la ciudad nacieron las primeras Cármenes, Marías, Rosas, Juanes, Josés y Modestos de la inmigración. Hermanos, hermanas, padres, madres, tíos, tías, abuelos, abuelas, pares precursores de nuestra experiencia argenta. |