De sangre japonesa, alemana, inglesa y española, la persona que acompañó a Jorge Luis Borges habla, en esta entrevista, de Yosaburo “Kodama”, quien, sin besos ni abrazos, le dio su primera lección de Estética; quien le enseñó qué era la responsabilidad y, sobre todo, la libertad. Una relación de distancia y, al mismo tiempo, de un gran lazo interior.
- Según Borges, desde chico él tuvo mucho interés en la cultura japonesa, y en una entrevista, usted dijo: "Gracias a esa sangre japonesa y a la educación que mi padre me dio fue posible el amor y mi maravillosa relación con Borges". ¿Cuando él se enteró de que usted es descendiente de japoneses, le preguntó algo sobre Japón? - Sí, claro, me preguntaba. Borges me decía siempre que porque mi padre era japonés. Por el lado de mi madre, yo tengo sangre alemana, inglesa y española. Y Borges, un poco en broma, un poco en serio, me decía que mi padre me había educado para él, porque, lógicamente, él tenía una serie de conceptos. Borges fue criado por gente del siglo diecinueve. Por supuesto, esa gente tenía unas ideas que eran mucho más aproximadas a las ideas que tenía una persona de formación de tipo oriental. Había valores que después se fueron perdiendo y que prácticamente no existen más en nuestra sociedad. De Japón no puedo hablar, porque yo no he vivido ahí. Una de esas cosas que consideraba fundamental es, justamente, el respeto.
- ¿Hay algún escritor japonés que haya influido en Borges? ¿Leía escritores modernos? - No, modernos, no, como tampoco leía modernos occidentales. Borges adoraba, por ejemplo, el mundo de la épica. De ahí su amor por la literatura anglosajona, y por la literatura islandesa, y por la literatura japonesa, sobre todo La historia de Heike, de la que había leído la traducción inglesa. Había leído también el Genjimonogatari, El libro de la almohada. Es decir, tenía dentro lo que podía encontrarse en su juventud traducido al inglés. Había leído todo lo que pertenecía a ese mundo, donde había códigos claros para las cosas. - Usted tradujo El libro de la almohada con Borges. - Del inglés, no del japonés. - ¿Fue él quien le propuso la traducción? - Claro, sí, porque no había, según él, una buena traducción. Sólo la había leído en inglés, también. Entonces me dijo que podía ser lindo hacer como una selección y traducirlas. - Dicen que Borges podía contar hasta 10 en japonés. ¿Usted le enseñó? - No. Empezamos a aprender un poco en nuestro primer viaje a Japón (1979). Porque a Borges le gustaba andar solo. No quería compañía. Yo le dije: “No todo el mundo habla inglés en Japón”. Entonces, básicamente, teníamos que decir “a dónde vamos”, “en qué hotel estamos”… La gente fue realmente divina, porque el plano de Tokio es muy complicado y muchas veces nos perdíamos, y nos ayudaban de una manera increíble, a veces con señas y otras veces nos acompañaban hasta encontrar el camino. Así que (Borges) quedó realmente enamorado del lugar. - ¿Antes del viaje aprendieron japonés? - Un poquito. Lo básico. - ¿Con quién aprendieron? - Había un señor que, creo, volvió a Japón. No me acuerdo bien su nombre. Borges tenía también un señor que le hacía shiatsu. La espalda de Borges era la de un señor mayor, pero era, así, cortada a plomo. Caía perfecto, porque le hacía masajes. - ¿Borges hacía shiatsu? - Hacía dos veces por semana. Yo le decía: “La que lo necesitaba era yo”. Porque él sabía relajarse. ¿Viste los gatos cuando están relajados, como si no tuvieran huesos? ¿Viste que quedan todos así... porque están bien relajados? Bueno, era lo mismo. Cuando él se relajaba era como que no tenía huesos. Muy interesante. - ¿Hay algo que a usted le enseñó de Japón? La cultura, costumbres, literatura... - Éll sabía mucho ya. Literatura había leído desde chico. Cuando era chico, su abuela le leía un libro de un señor que se llamaba Mitford (Tales of Old Japan), que eran leyendas japonesas. Entonces, ya tenía toda una formación. Mucha gente, entre otras cosas, dice que yo lo catequicé, que yo lo tiré hacia la cultura de Japón. Cuando él estuvo enfermo su fantasía era ir a Japón. En su escala del respeto y de guardar la intimidad, primero estaba Japón, y Ginebra, después. Eran los dos lugares en los que él se sentía seguro, lugares en los que su intimidad iba a ser respetada. - Quisiera preguntarle de los viajes a Japón… como usted dijo que para Borges era como un sueño. - Disfrutó, estaba encantado. En el primer viaje, sobre todo, fuimos invitados por la Japan Foundation. Cada día era lo que quería hacer. Quedó realmente fascinado. En el segundo viaje disfrutó mucho también. Era otro tipo de viaje. Había estado organizado por un italiano que organizó una gran exposición sobre todo el movimiento del Renacimiento y había hecho la reproducción de las máquinas de guerra de Leonardo da Vinci. - ¿Qué lugar le gustó más a Borges? - A Borges le gustó muchísimo Kamakura, mucho, mucho. Y después guardó un recuerdo lindísimo de Nara, también, con los ciervos, porque los ciervos se le acercaban y él podía acariciarlos. Quedó muy, muy impresionado con los templos shinto. Izumo, donde está el templo más importante. Además le hicieron una ceremonia de purificaión. O sea, fue realmente espléndido y estaba el caballo sagrado que me acuerdo que era un espléndido animal blanco con el pelo plateado, precioso. Así que quedó muy fascinado con todo ese respeto y el amor por la naturaleza y por todos los seres que somos parte, así, de ese todo. Creo que fue en Matsue donde nos mostraron las casitas donde los dioses pasan el verano. Son todas casitas hechas para que los kami pasen sus vacaciones. - Hablando del templo y de Izumo, quiero preguntarle de esta foto con kimono. - Esto fue muy divertido, porque esta señora lo ayudó a ponerse el kimono. Y después, los dos rodaron por el suelo, porque... no sé, Borges pisó algo mal, y se reían muchísimo los dos. Él no quería estar en un hotel occidental, quería estar en un ryokan. Yo estaba medio desesperada porque, para levantarse del suelo, es un poco complicado. Entonces yo trataba de decirle: “Pero Borges, levantarse del suelo es difícil”. Y él me decía: “No importa, yo reptaré hasta el baño”. Reptar es como arrastrarse. La verdad es que nos hicieron un regalo de por vida, para la eternidad; maravilloso. - Quisiera preguntarle sobre el haiku de Borges. También escribió tanka, pero ¿le interesaba más el haiku? - Sí. - En el cuento De la salvación por las obras que está en Atlas, el haiku salvó a los humanos. - Sí. A Borges le interesaba mucho el haiku. Primero, por la brevedad, la concisión. Y, además, lo que decía, que nunca iba a poder ver, pero que lo fascinaba, era esa confunsión entre el dibujo del kanji y también el significado de ese dibujo dentro de lo que era el poema. Esa cosa como de puzzle, que kanji que son parte del otro que constituye uno nuevo. Entonces, con eso daba al poema una concentración, una densidad, que la poesía occidental no podía alcanzar nunca. Él consideraba que, justamente eso, daba una claridad de sentimiento y pensamiento. Y lo que a él también le gustaba era que, según habíamos visto, en los haiku no se puede hablar de cosas negativas o de muerte o de enfermedades. Él decía que eso era también una forma de salvación de la humanidad, porque la humanidad, en forma obsesiva, en lugar de recordar lo cosas positivo que se ha hecho durante siglos, era como que quedaba prendida y recordaba sólo lo negativo. Entonces, justamente soltar ese vínculo con lo negativo y tratar de que la dirección de nuestra vida y nuestro pensamiento sea hacia la luz, hacia los positivo, marca toda una conducta y, en conjunto, eso hace que sea posible otra forma de vida. Por eso decía que allí estaba la clave para poder salvar a la humanidad. Esa poesía, que es como la esencia de Japón, para él era la posibilidad de que el mundo se salvara de todas las diferencias. - Usted dijo que le gustaba el ideograma del kanji. ¿Aunque no entendía japonés, leía o veía el escrito original? - Borges no veía, pero en la época en que tenía vista para leer, claro que él veía el original. Después me acuerdo de algo que fue muy emocionante, y que yo tomé esa foto: Borges tiene la mano apoyada sobre una de las piedras con un poema de Basho que hicieron jalonando el camino que Basho hizo. Entonces, en piedra fueron grabando los haiku que Basho había escrito. Cuando Borges se enteró de eso, quiso que lo llevaran, y con la mano iba tocando cómo era el kanji. Era muy emocionante. Yo tomé la foto que está acá, en la Fundación. - Hablando del haiku, la Fundación hace concursos de haiku. - Hace 15, 16 años que los hacemos. - ¿Qué opina de la popularización del haiku comparada con la época en la que Borges escribía? - Yo creo que es algo muy positivo, porque en el mundo en el que se vive de una manera, digamos, no demasiado agradable, y sobre todo muy agresiva, y a una velocidad delirante, en el que la gente, sobre todo los adolescentes, están volcados a juegos con los nuevos aparatos que, en realidad, son más bien agresivos, es muy lindo tratar, por lo menos intentar, que se vuelquen a su interior, que se vuelquen a la observación de lo que los rodea, y no siempre desde un punto de vista negativo. Estoy muy contenta que la Fundación haya sido como el disparador a través, por supuesto, de Borges, que es el que, de alguna manera, al escribirlos, los pone en un lugar dentro de nuestra literatura importante. Yo recuerdo que mi padre me contaba que, por ejemplo, en Japón, todo el mundo escribía haiku: desde los pescadores, hasta los marinos, hasta el emperador... A mí me pareció maravilloso que todo el pueblo, durante siglos, no importara cuál fuera su condición social, pudiera intervenir, incluso pudiera estar, según me contaba mi padre, en el libro del haiku que se hacía en todo Japón, junto con el haiku del emperador. Y eso me parecía una cosa maravillosa, porque pienso que, en ese sentido, no es como una falsa democracia, sino que es, como lo que sería para mí, como yo lo sentía, la real democracia del alma. El alma a través de la belleza, a través de la observación, logra que el haiku del pescador esté con el del emperador porque es bueno y excelente; porque ha llegado a tocar las fibras. Eso me parció una cosa lindísima. Y me pareció que eso se podía llegar a hacer acá. - Estoy totalmente de acuerdo. Yo investigo el haiku de los inmigrantes japoneses, sobre todo de issei en Argentina. ¿Su padre escribía haiku? - No. A mi padre le encantaba la pintura, y, de hecho, yo recuerdo una cosa maravillosa, que yo le pedí, durante toda la vida de mi padre, que me la repetiera. A veces me decía “¿pero por qué?”. Yo lo hacía para no olvidarla. Él me dio a mí la primera lección de estética de mi vida. Mi padre era ser muy especial, a quien yo adoro.Y me acuerdo que una vez yo era muy chica y había escuchado la palabra belleza. No sabía qué era la belleza, o sea… yo debía tener cuatro o cinco años. No sabía qué era eso. Mis padres estaban separados. Yo salía con él los fines de semana; venía a buscarme, me llevaba al museo, a la galería de arte, aunque no entendía nada. Él me hacía mirar, me hacía observar. Entonces fue muy curioso, porque yo le pregunté: “Kodama, ¿qué es la belleza? ¿Qué quiere decir belleza?”. Me dijo: “La próxima semana yo le voy a explicar, lo voy a mostrar qué es la belleza”. Me trajo un libro que yo conservo como algo sagrado, un libro de Penguin de ilustraciones del arte griego. Mi padre abrió el libro y me mostró la victoria de Samotracia. Yo, como la criaturita, le digo: “Kodama, no tiene cabeza”. Y él me preguntó por qué creía yo que la belleza era una cabeza, que mirara la túnica de la victoria de Samotracia, que mirara cómo esa túnica estaba agitada por el viento que venía del mar, la brisa que venía del mar para la eternidad. Eso era la belleza. Espléndida definición. Yo me acuerdo que cuando se lo contaba a Borges, quedó emocionadísimo, y me acuerdo que cuando la vimos en lo alto de la escalinata de Louvre, yo lloraba de emoción, y lo miré a Borges, que, llorando, me dijo: “Yo recuerdo haberla visto, recuerdo que a mí no se me occurió eso, y recuerdo lo que usted me contó que su padre le contó, y cómo le explicó lo que era la bellza”. Era como una cosa superpuesta a otra, y a otra, que producía la misma emoción. Eso es único. - ¿Borges conoció a su padre? - Sí, lo conoció. No eran amigos, pero lo conoció. - ¿Le puedo preguntar sobre su padre? - Mi padre fue una persona muy reservada. Yo nunca formulaba preguntas. Mi padre, en realidad, iba a ir a Estados Unidos. Tenía un amigo en París que pintaba. Se ve que a mi padre le interesaba, porque toda la enseñanza de mi padre era a través de la pintura. Este hombre había hecho una amistad con alguien que era de acá de Argentina. Había estado de visita, entonces, cuando mi padre le habló y le dijo que iba a ir a Estados Unidos, este hombre parece que le dijo que pasara por Buenos Aires para viera a su amigo y que le llevara algo. Esas cosas totalmente locas. Y mi padre viene, y esa gente era amiga de mi abuela. Entonces hacen, como cuando viene un extranjero, una reunión, y en esa reunión mi abuela lleva a mi madre. Mi madre lo ve. Me decía mi madre a mí: “Yo me quedé fascinada -mi madre era divina-, porque parecía un príncipe de Las mil y una noches”. Yo le contestaba: “¡Mami, no era árabe!”. “No importa, vos no entendés nada”, me decía. Por supuesto… no funcionó, pero bueno, está bien. - ¿Más o menos en qué año vino a Argentina? - No sabría decirte. Eso tendría que ver, sino te digo cualquier cosa. Además, sobre la familia no hablo porque no son cosas que me pertenecen. Digamos sobre mi relación así, intelectual, es otra cosa. - ¿Cómo se llamaba su padre? - Yosaburo. - En este libro, Mujer y poder en la literatura Argentina, usted habla mucho de su padre. Y dice que su padre le enseñó que “los hombres y las mujeres merecen el mismo respeto”. Cuando consideramos la época en la que vivió y la educación que tuvo en Japón, me parece que su padre era una persona muy moderna. - Totalmente. - ¿Era diferente de los otros japoneses? - Yo no sé, porque no tenía trato. Pero era una persona sumamente avanzada. Yo, realmente, comparado con los padres de acá, que eran mi punto de comparación, él era una persona muy... cómo te puedo decir… como yo no tenía otro punto de comparación con respecto a otros padres japoneses, sino que yo tenía los padres de mis amiguitos y de mis amiguitas, que eran de acá. Entonces, mi padre, para mí, en ese momento, era una persona muy severa. Pero me hizo libre. Cuando yo entendí que me dio la libertad, mi adoración ya centuplicada. Porque, es verdad, la libertad no es algo que yo quiero. Es la responsabilidad por los actos que uno comete, que uno hace. Él me enseñó eso. Yo tenía que asumir lo que hiciera. Cuando una vez mi abuela dijo “no es una forma de educar, ella es una niña, no puede educar así”, mi padre dijo, no delante de mi abuela: “No hay niña ni niño, ni varón ni mujer. Los mismos derechos que tiene un hombre los tiene usted. Lo que hace un hombre lo puede hacer usted. Siempre y cuando usted asuma con responsabilidad lo que hace. Eso es todo”. Y después él me decía... te doy un ejemplo que es genial. Yo tenía, por ejemplo, cinco años, yo ya sabía leer, gracias a él, porque a mí me gustaba, yo tenía siempre interés. Mi abuela decía que no, que yo era muy chica. El dijo: “Si ella quiere, si ella dice que no, está bien, no se enseña más, ya está”. Más o menos a esa edad era, y me acuerdo que a mí me encantaba subir a los árboles. Cerca de Navidad yo quería trepar a un pino, entonces mi padre -ya con esto te das cuenta-, dice: “Usted quiere subir”. Le contesto: “Sí”. “Yo le voy a explicar qué puede pasar: usted sube; usted va a caer, no hay duda”. Era así, ¿viste? Esta crianza es tan complicada. Con padres que decían “no, querida, te vas a caer”, mi padre decía así: “Usted va a caer, seguro. Si usted cae, pueden pasar esatas cosas. Usted cae y muere, gran problema para mí, ningún problema para usted; usted cae, queda tonta, problema para mí, y un poco de problema para usted; usted cae. Y ahora piense bien lo que le voy a decir. No trepará a un árbol. No va a poder a volver a caminar, ¿entiende lo que le digo? A caminar. Va a tener que andar en una de silla de ruedas. Piense usted, quiere decir. Piénselo, piense estas posibilidades y contésteme”. Yo tenía cinco años, no tenía veinte, ¿entendés? Naturalmente, con cinco años, ¿qué contestás? “Quiero subir”. “Muy bien”, me dijo, y me alza al pino. Naturalmente, yo trepé. Naturalmente, yo caí. Naturalmente, cuando desperté, había estado en un hospital. Había tenido un principio de conmoción cerebral. Me imagino escándalos entre mi padre y mi madre. Y mi padre estaba sentado con mi oso y con mi muñeca. Yo abrí los ojos, y me dice: “¿Está bien?”. Yo no entendía nada, no sabía por qué estaba acostada. Yo le digo “sí”. “Bueno, acá le traje esto”. Nunca, en toda mi vida, él me dijo: “Usted, vio, yo le dije”. Yo nunca más trepé a un árbol, como podés imaginarte. Pero ese era el tipo de enseñanza. Qué sé yo… tipo... no sé… ¿monje budista zen? Esa era la forma en que me enseñó. Me enseñó eso: libre. No era como yo veía a los padres de mis amigos: “¡No, no, no! ¡No te dejo salir!”. Y después: “Bueno, salí”. No. Si él me decía “sí”, podía pasar lo que pasara, que yo sabía que eso era así; si él me decía “no”, yo podía cortarme las venas, que me iba a mirar, y me iba a decir: “Enloqueció”. Iba a tomar el teléfono, iba a decir: “Doctor, mi hija se cortó la vena, se enloqueció. Mándeme una ambulancia, venga usted, ayúdeme. Hasta luego”, iba a colgar y me iba a mirar y me iba a decir: “Mi respuesta sigue siendo No”. Vos te crias con párametros que son firmes, vos crecés de una manera y con la responsabilidad de lo que hacés. Es fantástico. Claro, es muy duro para un chico que no entiende, es muy duro, pero cuando crecés, te das cuenta que es la libertad real. No tiene precio. - A esa edad ya le enseñaba la responsabilidad. - La responsabilidad. Yo podía hacer lo que quisiera siempre y cuando yo fuera responsable. Porque él siempre me decía: “No venga a llorar. Conmigo no llore. Usted haga lo que quiera, pero conmigo no llore. Usted piénselo, hágalo”. Era así, pero era divino. Interesante. Una enseñanza muy difícil tuve. Además, criada entre dos mundos. No es que mi padre era hijo de japoneses que ya tiene otra formación. No. Mi padre era japonés japonés, con mi abuela de otra parte, ultracatólica. Entonces, yo tenía que elegir o me volvía loca. Una criatura no entiende. Mi abuela me daba una cosa; mi padre, otra. Entonces, yo decía “¿yo, qué hago?”, porque eran día y noche, eran dos culturas. Yo fui criada por dos culturas que no tenía nada que ver. Fue durísimo. Pero sobreviví, y el premio fue Borges. Sobreviví. Pero fue durísimo, como te podés dar cuenta por lo que te cuento. Muy difícil. Entonces, por ejemplo... yo, de chica, siempre pensaba mucho, todo el tiempo. Me acuerdo que yo, a veces, tenía como lo que se llama el sexto sentido, que ahora se ha descubierto. No es nada mágico, sino que está en este centro, donde los indios dibujaban el tercer ojo, y que hay gente que tiene un milímetro de eso más desarrollado, y es la gente que tiene el sexto sentido. Entonces, yo a veces, decía cosas que yo sentía, y mi abuela un día se enojó mucho conmigo y me dijo: “Vos estás endemoniada”. Yo quedé horrorizada, porque ella me mostraba los libros sagrados con las imágenes de los demonios, entonces yo quedé horrorizada pensando que dentro de mí estaba el demonio. Entonces, le digo a mi padre: “Kodama, ¿yo estoy endemoniada?”. Mi padre, lógico, me dice: “¿Qué le hizo a su abuela?”, porque sabía que era mi abuela, y entonces le conté. Eran unos amigos… cuando llegaban, yo desaparecía. “¿Pero por qué hace eso?”, me preguntó. “Porque son horribles”. “¿Por qué son horribles?”. “No sé, yo siento que son horribles”. Lo que yo sentía en el interior de esa gente. Cuando crecí, me di cuenta, pero para mi abuela era una cosa monstruosa que yo dijera eso de gente que aparentemente era normal, lindas personas, pero yo sentía otra cosa con esa gente, no quería estar con esa gente. Yo le conté eso a mi padre. Mi padre me dijo: “No, no está demoniada. Yo le voy a explicar algo. Usted nació con mala vista”. Yo soy miope, de lejos si me ves por la calle, tenés que tocarme. No veo, no reconozco. Me dice: “Usted nació con mala vista, pero los dioses le dieron otra forma de ver. No la desoiga nunca”. Yo, tres veces en mi vida, como experimento, desoí eso. Hasta el día de hoy me arrepiento. Mi padre me daba a mí como la tranquilidad y la seguridad, ¿te das cuenta? Y, al mismo tiempo, la responsabilidad de todo lo que hiciera, que me ayudó después. - Su rol más importante es como la esposa de Borges, difundiendo su obra en todo el mundo, pero, además, su papel es muy significativo para Japón y para la colectividad japonesa en Argentina. ¿Cómo definiría usted este vínculo con Japon y la colectividad japonesa y qué siente al respecto? - Bueno, lo que pasa es que, para mí, Japón, era mi padre. Mi padre al que yo adoro. Entonces, para mí, es muy importante. Es una relación muy fuerte y, analizándome, creo que tengo mucho más, digamos, de las dos culturas. Recibí las dos, naturalmente, las dos con amor: un amor occidental, de la parte de mi madre, y un amor, que era otro tipo de amor, que es la formación, que es más difícil, por parte de mi padre. Creo que los dos se complementaron, porque mi padre, el estilo japonés, nunca abrazarme, ni besarme, nada. Yo recuerdo una sola vez que mi padre me tuvo en brazos, porque yo estaba por morir, tenía una fiebre que volaba, es lo único que yo recuerdo. Después nunca en su vida ni me besó ni me abrazó. Si yo me iba de viaje, me daba la mano, yo le daba la mano. “Feliz viaje” y “feliz viaje”. O sea, era una relación de una distancia enorme, pero, al mismo tiempo, de una fuerza interior, de un lazo interior enorme, fuertísimo, al extremo que, incluso, eso lo nota la gente, que yo soy mucho más de allá que de acá. Eso, incluso gente que me hace una campaña horrible acá, de histéricos, que vos ya sabrás, que es lo que ellos dicen. Pensando que eso es un insulto con letras de este tamaño, ponen la piel amarrilla y, justamente, la piel amarilla, eso es lo que hizo que yo pudiera compartir toda mi vida, desde mi adolescensia, con alguien, y ellos no. Ellos no porque, justamente, es otra formación, y Borges, como hombre criado por gente del siglo diecinueve, estaba mucho más cerca de lo que eran estos principios, como te dije al comienzo de esta charla, de estos principios de honor, de discreción, de respeto, que se han perdido. No de promiscuidad, porque ahora… no sé, te desnudás no sólo fisicamente, sino interiormente. No importa lo que digan, vos exhibís y no importa qué. Es decir, se ha llegado al otro expremo. Esperemos que en algún momento se le cobre el equilibrio. Ni una cosa es buena, ni el otro extremo es bueno. Ninguno de los dos extremos es bueno. - Entonces, cuando viajó a Japón, ¿encontró la cultura que su padre le enseñaba? - Claro, porque mi padre tampoco me decía que todo era un lecho de rosas. Hay mal, hay gente que no es buena, como en todas partes del mundo. Cuando yo llegué, fue, para mí, maravilloso. Después de la amabilidad de la gente de acompañarnos, de desandar el camino cuando nos perdíamos, para que reencontráramos el camino. Quedé fascinada. - ¿Esa identidad como japonesa la descubrió a través de Borges? - No. Yo no me daba cuenta. Cuando Borges empieza a decirme que se ve que yo estaba educada de otra manera, en fin, todo eso para mí era normal. No tenía conciencia de una diferencia. Para nada. Yo pensaba de mi padre: “¡Qué severo es!”. Por ejemplo, yo llevaba notas excelentes. Alumnos, amigos míos que llevaban un cuatro. Lo padres, regalos, porque no habían quedado aplazados. Yo podía llevar notas buenas, y mi padre me miraba y me decía: “Puede sentirse orgullosa, ha cumplido con su deber”. Punto. A lo mejor, seis meses después, o tres meses después, me regalaba algo, pero nunca la idea del regalo estaba unida a la nota. “Pero, ¿por qué me regala esto?”. “Lo vi y me gustó, me pareció que le iba a gustar o me pareció que le iba a ser útil”. Después, yo, con los años, me di cuenta cuál era el juego. Él nunca me daba algo porque yo había sacado buenas notas. Y lo que me decía era cierto. “Usted puede estar orgullosa, ha cumplido con su deber”. Mi deber era estudiar, porque me daban todo en mi casa. Es otra mentalidad con la que yo fui criada, que puede parcer muy dura, pero que te hace libre. - ¿Su padre tenía mucho contacto con la colectividad? - Yo creo que no. Yo no sé, porque al no estar conmigo, yo no sabía... Mi vida es un poco extraña. Ahora, también, desde que empecé yo toda esa vida así, muy loca, con Borges, de viajes. Es lo mismo que me sucede con el tiempo. Me di cuenta de que el tiempo no existe. El tiempo es la intensidad y tiene medidas distintas para cada persona. Veinticuatro horas no es lo mismo para uno que para otro. La medida del tiempo está dada por la intensidad con que vivimos hace tiempo. Por ejemplo, yo me di cuenta claramente: yo viajaba, yo con Borges estaba como una semana afuera, una semana donde ibamos a dos universidades, veíamos cientos de estudiantes, cientos de personas. Había cocktails, comidas. Estaban las clases. Para mí, una semana era un siglo de emociones, de conocer gente y de descubrir cosas. Cuando yo llegaba y mis amigos me decían “¿te acordás la semana pasada?”, para ellos era una semana, pero lo que yo sentía dentro de mí era una distancia, como el océano. Entonces, yo no puedo surcir el tiempo. Y quedó, para mí, el tiempo es como islas. Entonces, yo llegó acá, yo conecto con esto y olvido todo el resto. Para recordar tengo que hacer un esfuerzo. Y encajo acá, y sigo. Si no, yo sentía que, interiormente, yo no soportaría eso. Me da la sensación de angustia muy grande, ¿no? Es decir, pensar que siete días para ellos eran normales y, para mí, era otra historia. Muy inquietante era eso dentro de mí consciencia, de mi forma de ser. Pero lo solucioné de esa manera y sobreviví. - ¿Con usted su padre hablaba en castellano? - En castellano y, a veces, en inglés. - O sea, sabía inglés, castellano y japonés. - Sí, japonés era su idioma, claro. - ¿Cuál es la palabra que se acordaba en Japón? - Eso fue muy lindo. Yo tenía el vocabulario de una chiquita de cuatro años: animales, plantas, cosas así. Por ahí, hace muchísimos años, hablaba o decía una palabra y esa me traía otro recuerdo. Un día le pregunté: “Kodama, usted tendría que haberme enseñado japonés, porque ahora quiero estudiarlo y todo es problema, yo no tengo tiempo”. Él me dijo: “No importa. Hay en Japón un dicho que es el aprendizaje de ochenta años, a los ochenta años, es persona libre de estudiar lo que quiere, y de hacer también lo que quiere. Entonces, déjelo. Si puede estudiarlo antes, estudiará, si no, pónganse como meta que el aprendizaje de sus ochenta años será de japonés”. Mi padre muere, y un día tengo que ir a Japón. Le digo a mi madre: “Mami, qué barbaridad. Kodama pudo haberme enseñado el japonés. Y ahora para mí es un problema. Tengo que aprender básicamente, yo no sé qué hacer”. Y mi madre, que hubiera podido callar para siempre, porque total yo tenía la versión que me había dado mi padre, me dijo: “No es que él no quiso. Yo se lo prohibí”. Le pregunto por qué. “Tu abuela me decía, con razón, que como vos eras tan unida a él, si hablabas ese idioma te ibas a ir con él a Japón, y yo no iba a verte más”. Mirá, por la locura de los padres, yo perdí una lengua. Pero, al mismo tiempo, qué maravilla, porque es como haber recuperado una imagen maravillosa de los dos. “Está bien, yo no lo perdí. Aprendizaje de los ochenta ya está todo en orden”. Maravillosa, porque mi padre hubiera podido decirme: “¡Su madre es una bruja! ¡Cómo que yo no quise!”. Pero dijo: “No, déjelo”. Y mi madre se hubiera podido callar, total yo ya tenía otra versión, pero tuvo la nobleza de decirme la verdad. Entonces, eso para mí hizo de los dos la maravilla. Y yo creo que eso es muy importante para un hijo. Por lo menos para mí fue muy importante. - Me parece que ahora la Fundación hace varias actividades relacionadas con Japón. - El señor Marcó (Horacio) es, justamente, el promotor de toda esta movida que estamos armando con Japón. Viene bastante gente interesada. Desgraciadamente, yo, como viajo, no puedo estar, pero estuve en una de las charlas. Muy interesante. Y se hacen charlase una vez por semana, dos veces por mes, algo así, sobre distintos puntos de la vida en Japón, de kimono, las flores... en fin. Así que parece que hay mucho interés. Viene bastante cantidad de gente, así que yo trato de difundir, desde acá, todo lo que puedo sobre este maravilloso país de mi padre, del cual tengo la mitad de la sangre, o, quizá, más en mi alma. - Usted dijo que la relación con su padre era un poco diferente comparada con los otros padres argentinos. Como nosotros no saludamos con beso ni abrazo... - Claro, exacto. Para mí era totalmente distinta. - ¿Le puedo preguntar más de esa relación? ¿Cómo se sentía cuando era chica? Me imagino que se sentía un poco sola. - Sí, pero yo me refugiaba siempre en la lectura y en estudiar. Mi madre era muy cariñosa. Eran como dos mundos. Yo me daba cuenta que, quizá, era mucho más mi manera de ser hacia el lado de mi padre. Mi madre me agarraba y me abrazaba y eso me ponía como tensa, yo me escapaba, como un gato; huía, me escondía. No sentía que mi padre no me quisiera, porque no me agrraba, porque yo sentía que mi padre me amaba mucho de otra manera. Y eso, para mí, era muy importante. Porque a mí me interesaba aprender, y mi padre, en ese sentido, conmigo tenía paciencia infinita. Yo, por ejemplo, me acuerdo que quería saber... era muy curiosa. Entonces, yo veía la luna y me decía: “La luna y el sol”, y entonces yo decía: “¿Pero cómo?”. “El sol gira, etcétera, y sale la luna...”. Yo quería saber cómo era. Mi abuela me decía: “No fastidies más. Eso es imposible de ver si eso está en el espacio, ¿qué querés? Tendrías que salir al espacio a ver cómo es”. Entonces, yo le preguntaba a mi padre, y me acuerdo que mi padre me dijo: “Yo le voy a mostrar cómo es”. Me trae un libro y me muestra. Y le digo: “Pero así yo no veo, eso está pintado”, le decía yo. Mi padre se reía. “Yo le voy a mostrar”. Con un velador y dos globos y una pelota me mostró cuál era el movimiento de la tierra, el sol y la luna. Y yo quedé tranquila. Le dije a mi abuela: “Ya sé cómo es”. “¿Ah, sí, porque saliste al espacio?”. “No. Kodama me enseñó”. Mi abuela hacía “¡Ah!”, porque tenían la eterna relación de acá entre yerno y suegra que se odian. “¡Ese hombre hereje!”. Muy divertido. Ahora me divierto muchísimo recordando todo eso, pero cuando lo vivía, a veces fue difícil. - ¿A su padre lo llamaba Kodama? - Sí. - ¿Su madre también le llamaba así? - Claro, ella lo llamaba Kodama, entonces para mí era Kodama.
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