Jueves, 01 de Noviembre de 2012
Rosita
Escrito por Federico Maehama   

Enrique Raab, periodista secuestrado el 16 de abril de 1977, llevado a la ESMA y que nunca más volvió a ser visto, escribió:
“Se dice de ella que es hosca y que le huye a los reportajes; que si los concede, descoloca a los periodistas contestado properios, cuando no groserías; que otras veces, en cambio, abruma la paciencia de sus interlocutores apelando a esa suerte de pietismo beatífico con que ha disfrazado su soledad de los últimos años: «He encontrado la paz de Dios, aprendiendo que es más importante dar que recibir».
Raab se refería a Tita Merello, la actriz de la primera película argentina con sonido: Tango (estrenada en 1933).
Tita acababa de cumplir los 70 y Raab escribía un perfil sobre ella.
“Vale la pena intentar acercarse a este último y único gran mito de Buenos Aires para volver a encontrar, bajo la capa de hosquedad premeditada, la timidez; bajo la paz y la serenidad proclamadas, un gotoso egocentrismo que incurre, una y otra vez, en la más desenfadada de las maledicencias”.
Sí, todos esos adjetivos para Tita, un gran mito de Buenos Aires, pero, de seguro, no el único…
Los japoneses tuvieron su mito. Ella también era porteña. Vivió en San Telmo y, al igual que Tita, se dice que era “fiera”, pero no “maleva”. Tampoco era “chueca”, pero sí tenía un “aire compadrón”. Mejor llamarla sin ruborizarse. Rosita era una prostituta, una actriz del placer que antes de la Segunda Guerra Mundial atendió a los inmigrantes japoneses que se establecieron en la ciudad de Buenos Aires.

Rosita no era hosca ni le huía a los reportajes, porque ¿quién le iba a hacer uno? ¿Qué periodista podría interesarse por una mujer que ejercía el oficio -según se repite- más antiguo del mundo? Respuesta: Takagi san, el hasta ahora periodista de La Plata Hochi.
Rosita no era su nombre. Así la llamaban -vaya uno a saber por qué- los japoneses que iban con ella. Puede decirse que Rosita atendía exclusivamente a los inmigrantes nipones. Ella fue muy popular entre estos hombres serios, muchos de los cuales llegaron a ser presidentes de importantes instituciones de la colectividad.
Aquella tarde de la década del 80, Takagi san decidió ir a verla. Quería saber más de esta mujer que –propias palabras del periodista- “contribuyó al progreso de la colectividad”. Supo que Rosita vivía en el altillo de una casa ubicada en San Telmo (Sobre Estados Unidos). Estaba contenta de que en ese momento, con arrugas y el pelo blanco, un japonés se acordara de ella. La felicidad era por saber que aquella sombra de mujer codiciada no había quedado en el olvido.
-¿Le sirvo café? –preguntó, casi tímidamente, Rosita.
-Sí, gracias –contestó Takagi san mientras se acomodaba en una silla llena de polvo.
Todo en ese altillo olía a viejo, a nostalgia. Todo era muy precario: una cama, una mesita de luz, un par de sillas, una mesa y el calentador donde la anciana se disponía a preparar el café.
-Usted recuerda a algunos japoneses.
-Momento –respondió Rosita. Fue hasta la mesita de luz, abrió el cajón y sacó una pila de cartas escritas en nihongo, algunas con kanji y hiragana; otras, en romaji.
-¿Qué raro? –pensó Takagi san. ¿Los japoneses le dan tarjetas a las prostitutas, también?
Ahí estaban. Figuraban los nombres de muchos de los presidentes de las instituciones, un dato que conviene no revelar. Otra reflexión de Takagi san: “Ellos poner cara seria, dicen que son santos desde que nacieron”.
Rosita se acordaba de la mayoría de los que habían estado con ella. Cómo era el carácter de tal, o que éste otro era generoso y aquel un tacaño; ese era cariñoso y fulanito, tímido. Sí, Rosita contaba todo con precisos detalles.
No había dudas de que Rosita relataba con cierta melancolía, como si para ella, esa época hubiera sido esplendorosa. Igual, pese a que ya no era aquella mujer sexy, de cabellos castaños y figura tentadora, que un japonés -que un periodista japonés- se acordara de ella, era como volver a los viejos timpos y transformar fotos en blanco y negro a color; era como entender todo de aquellas viejas cartas. Sin dudas, Rosita había encontrado el momento de sacar todos sus recuerdos. La escena parecía una toma de una vieja película francesa en la que una bailarina, anciana ya, era olvidada por su público.
Mientras me pregunto si conviene revelar tal detalle, vuelvo a escuchar el caset con el relato de Takagi san:
-Dentro de esos japoneses que usted atendió, ¿hay alguno que recuerda particularmente? –le pregunta a Rosita.
-Sí, sí, había uno en especial que, cuando hacía el amor, lo hacía muy bien. Era muy potente. Cuando terminaba, y la sacaba, hacía un ruido: ¡Pom, pom!
(Takagi san, cuando lo cuenta, exagera la onomatopeya y le pone humor. En vez de decir ¡pom, pom!, grita ¡Japón, Japón!, porque -agrega- demostró la grandeza del Japón. “Tuvo que haber sido condecorado”, dice.)
Sí, mejor no revelar ese dato. Adelanto más la cinta y escucho a Takagi san decir:
“A través de La Plata Hochi escribí un artículo donde puse que había muchos dirigentes que ocupabn cargos importantes en las instituciones y que, de jóvenes, habían ido con Rosita, la prostituta. Muchos me llamaron por teléfono para preguntarme si iba a publicar los nombres. Estaban preocupados porque ya se habían casado. Dije que no, que se quedaran tranquilos, que solo quería organizar una reunión con esta mujer, ya que ella les había dado consuelo ni bien habían arribado a Buenos Aires. Como el gobierno japonés no la va a condecorar, por lo menos nosotros  agasajémosla.
La idea de Takagi san era organizar un banquete con la presencia de Rosita y todos sus ex clientes. Pero a una reunión previa solo acudieron tres. Claro: los demás no iban a descubrirse.
“Estos tres viejos eran unos atorrantes. Igual, decidimos llevarla a un restaurante. Volví a su casa en San Telmo para invitarla. Si iba a poner contento, pensé. Pero Rosita ya no estaba. Había fallecido”.
Off the Record la recordaban como una mujer simpática, de estatura mediana y flaca. A otro periodista que trabajó en la sección en japonés del periódico Akoku Nippo lo sorprendió cuando le dijo: “Vamos a hacer fude orosu (usar el pincel por primera vez). Yo voy a sacarte tu virginidad”. Rosita sabía de su oficio y, tal su delicadeza, se había aprendido algunas palabras y frases en japonés.
Aquel artículo sobre Tita Merello, que Raab publicó en el diario La Opinión el 13 de octubre de 1974, finalizaba con los siguientes párrafos: “Solo los pedantes y los estúpidos se toman el trabajo de analizar si Tita era buena o mala actriz. Festival de cejas, calificó un crítico pedante su trabajo en La Madre María, sin tener en cuenta que esas cejas son capaces de transmitir, dentro de un código no menor riguroso que el del teatro Kabuki, toda la soledad inconmensurable de un ser humano que es mucho más que una mera actriz.
“No importa lo que se diga de Tita. Aunque nacida en un casillero, nadie puedo investigar, hasta ahora, su verdadera dimensión. Ella misma lo dijo en una formulación imperecedera: «¡Y se dicen tantas cosas…! Mas si el bulto no interesa, ¿por qué pierden la cabeza preocupándose de mí?»”.