Miércoles, 17 de Octubre de 2012
“Mary, en Okinawa, es un kamisama”
Escrito por Federico Maehama   

“Mary, el dios del Japón no me ayuda, dame un santo de la Argentina”, le suplicaba Yakichi Nakamatsu a su esposa. Ella cortó su cruz del rosario, la puso dentro de un frasco de aspirinas y se lo dio a Yakichi.
Para volver a ver a su esposo debió esperar hasta el 14 de junio de 1945, cuando le comunicaron que debía reconocer su cadáver. “Había miles de cuerpos, pero me acordé de la cruz y del frasco de aspirinas. Así lo pude identificar”.

Hasta el día de su muerte, María del Valle Idiarte de Nakamatsu tenía casi noventa años, los ojos llenos de vida, una gran memoria y muchos recuerdos, buenos y malos. Por ejemplo, las dos preguntas que le hizo su madre ni bien ella le contó que iba a contraer matrimonio.
-¿Te vas a casar con un japonés? ¡Cómo puede ser!
Fue en 1934 cuando Mary -así la llamaban afectuosamente- dio el sí. “Por suerte me casé con él y fui muy feliz”, aclaró.
La historia había comenzado en Rosario. Su madre era maestra de una colegio al cual acudían muchos inmigrantes para hacer consultas. Entre ellos estaba Yakichi o Juan (“a él le gustaba que lo llamaran con ese nombre”, contó Mary). “Decía que me iba a enseñar japonés. Así lo conocí. Y enseguida me propuso matrimonio. Fue un casamiento simple, sin fiesta. En mi familia éramos gente sencilla, que no estaba acostumbrada a grandes festejos. Sólo fuimos a pasear por Córdoba, nada más”.
Yakichi trabajaba en el Café Nippon de Rosario, del cual llegó a ser dueño. Un día decidió darse un respiro, y armó las valijas y llevó a Japón a su esposa y a sus dos hijos, Ernesto Yaichi y Guillermo Yajin. Fue el 25 de marzo de 1941, cuando ya había estallado la segunda guerra mundial, y faltaban cerca de nueve meses para que se produjera el bombardeo japonés a Pearl Harbor.
Yakichi pensó todo un trayecto para mostrarle el país a su familia. El último lugar que visitaron fue el pueblo de Nakagusuku, en la prefectura de Okinawa, donde vivía la madre de Yakichi.
“Yo no sabía nada de la guerra -aclaró Mary- y mi marido no me contaba mucho de lo que estaba pasando. Igual, como yo no conocía el idioma, estaba tranquila”. Sin estar muy al tanto de la situación, a veces Mary notaba la tristeza de la gente y se preguntaba por qué. Veía que sólo los hombres comían y se lo comentó a Yakichi. “Costumbre de acá”, era la seca respuesta.
Con esa mezcla de inocencia e ingenuidad, Mary quedó embarazada de Antonio Yazun, su tercer hijo. En uno de esos ataques de antojo, le pidió a su marido que le comprase corazón de chancho, que a ella tanto le gustaba. “¡Vaya a comprarlo usted!”, le contestó Yakichi. Decidida, Mary agarró un poco de plata y salió en busca del tan deseado corazón de chancho. Ya en el camino iba pensando en cómo debía pedirlo. Al encontrar la carnicería, entró, miró al empleado y le pidió, por favor, si le podía dar kokoro (algo así como “afecto”, “cariño”). El carnicero se tapó la boca con una mano y comenzó a reír.
Mary pensaba que el tener mucha plata era una maldición, una maldad. “Nosotros la teníamos y por eso pudimos viajar”. Es que en un principio habíamos acordado que el viaje duraría alrededor de un año. Pero la estadía se extendió a casi ocho.
“Una vez que estalló la guerra, las mujeres y los chicos tenían que ir a la montaña. Allí di a luz a Antonio Yazun, y allí lo mataron en un bombardeo”. Su esposo estaba en Shuri porque los hombres tenían que trabajar para el gobierno.
“Comencé a pensar en la Argentina. La última vez que vi a mi marido con vida, me dijo: para qué habremos venido”.
Cuando a Mary le dieron la noticia de que su esposo había muerto ametrallado por un avión norteamericano mientras pescaba sentado en un bote, ya había sufrido la pérdida de Ernesto Yaichi, el mayor de sus hijos, y creía que nada tenía por hacer allá. Sólo quería volver a su tierra. “Nunca lloraba -aseguró Mary-, nunca lloré”. Aunque más de una vez se preguntó qué hacía en ese país que le resultaba tan lejano en costumbres y difícil en idioma.
En la Argentina, la madre de Mary fue a hablar con Eva Perón, esposa del entonces presidente de la Nación. “Mi mamá le contó que yo estaba en el Japón, y Evita le prometió que me iba a traer de vuelta”.
Para Mary, los días fueron largos y pesados. Vivió en carne propia el rigor de la guerra, la que el Japón ya había perdido. Únicamente comían los que trabajaban. “Estaba con la abuela (así le decía a la madre de Yakichi) y mi hijo Guillermo. De 9 de la mañana a 5 de la tarde cocía. A cambio, los norteamericanos me daban una galletita, una lata de sardinas, un cigarrillo y un fósforo. La comida se la daba al chico, y los cigarrillos los vendía.
La relación entre Mary y su suegra no comenzó bien. “Vieja de porquería”, le gritaba. “No mamá, no le digas así, es buena”, le pedía Guillermo a su madre. Es que Mary no sabía uchinaguchi (el dialecto de los okinawenses) por lo que no podía intercambiar palabra alguna. “Pero cuando aprendí nos hicimos amigas, al punto tal que un día no teníamos para comer y la abuela robó un huevo para dármelo. “Comelo vos, Mary, que sos americana”, le dijo. 
Vestida con un pantalón de soldado color y una camisa color caqui, Mary fue trasladada a San Francisco el 9 de febrero de 1948 (justo en el Año Nuevo de Okinawa). La promesa de Evita comenzaba a cumplirse. “Yo realizaba mi tarea diaria cuando apareció un soldado norteamericano que me comunicó que me iban a llevar de vuelta a la Argentina. Yo pensaba que era mentira, que no podía ser. Pero así fue. Sentí tanta alegría”.
Una carta de Eva Perón en los Estados Unidos ordenaba: “Denles todo lo que necesiten”. Eran 23 chicos, todo menores, salvo Mary, los que volverían a la Argentina. Paradójicamente estuvieron hospedados en un hotel japonés donde permanecieron justo un mes antes de partir para la Argentina.
De todas las fechas que guardaba en su memoria, la más grata era el 7 de abril de 1948, cuando retornó a su país. “Cuando regresé, mi mamá no me pudo hablar durante un mes. Sólo me miraba y lloraba. Los argentinos son los más llorones del mundo -afirmaba-. Todos los años, para ese día, preparo ricas comidas y destapo una sidra”.
Mary sobrevivió a la guerra para contarlo. Si de su boca no hubieran salido las historias que relató, uno la hubiese recordado como una señora feliz, que habitaba un departamento ubicado en el sexto piso de un edificio de la avenida Córdoba, en la Ciudad de Buenos Aires, junto a su hijo Guillermo. Pero no. “Yo cuidé a la oba (abuela) en el Japón y creo que por eso la gente de Okinawa me dio su afecto”, aseguraba. Por eso, alguien la elevó diciendo: “Mary, en Okinawa, es un kamisama”.