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Miércoles, 16 de Mayo de 2012
Un recorrido alfabético por Okinawa: (B)ases militares
Escrito por Marcelo G. Higa*   

Si los antepasados ocupan el centro de la religiosidad okinawense, las bases militares estadounidenses constituyen,  definitivamente, el eje de su política. A 67 años de finalizada la segunda guerra mundial, y a 40 de la reversión de las islas al estado japonés, Okinawa sigue siendo un punto estratégico fundamental para los intereses militares de los Estados Unidos en el este asiático.

Más del 70 por ciento de las instalaciones militares de dicho país en Japón se concentra en las islas, una situación que, según la honestidad brutal de un ex primer ministro, hace de Okinawa un “portaaviones inundible”. Su influencia económica (que se manifiesta en los ingresos por rentas, el empleo y los presupuestos especiales), por otra parte, ha forjado una estructura de dependencia tal que, hoy por hoy, cuesta imaginar un horizonte sin ellas.

Con la entrada en vigencia del Tratado de Paz de San Francisco, en abril de 1952 Japón recuperó su soberanía y la guerra para el pueblo japonés finalizó. Salvo para Okinawa. En el artículo 3, las partes convocadas acordaron que las islas permanecerían por tiempo indefinido bajo la administración de los Estados Unidos; el complementario Tratado de Seguridad Nippo-Estadounidense se encargó de convertir la tutela en una ocupación militar.
En el marco de la Guerra Fría, el nuevo peligro era el comunismo y había que pertrecharse en consecuencia.  Los antiguos enemigos se abrazaron en una alianza que los dejaría en paz, a costa del “sacrificio” de los nativos de Okinawa, un pueblo, en definitiva, lo suficientemente ajeno para ambos que podía bancársela sin que sus padecimientos los afectara demasiado. Con la mirada indiferentemente aprobatoria de Tokio, la guerra de Corea,  primero, y la de Vietnam, después, no hicieron sino consolidar la presencia de la Stars and Strips sobre infinidad de instalaciones desperdigadas por toda la superficie de las islas. Desde entonces, Kadena, Futenma, Yomitan, Zukeran, Kwae, Awase y un largo etcétera son algunos de los exóticos toponimios locales que se destacan en los mapas estratégicos del Pentágono.

Las bases y dependencias militares transformaron literalmente la geografía de Okinawa, desplazando a pueblos enteros y generando miles de refugiados. Para darle visos de legalidad a la usurpación de las tierras, a los propietarios se los compelió a firmar un contrato de alquiler por el seis por ciento anual del valor de los terrenos, tasados a un precio que no podía ser sino vil. A punta de “bayonetas y topadoras”, la oferta era, persuasiva: o aceptan de buena voluntad lo que les ofrecemos, o les expropiamos la tierra y no les damos nada.
Como era de esperarse, el descontento no tardó en manifestarse. Bajo las consignas “no a la cesión permanente, renta justa, compensación apropiada y no a la ampliación de las bases”, en la década de 1950 la lucha de los jinushi (propietarios) se puso a la cabeza del primer movimiento de resistencia social a la dominación (shima-gurumi toso).  La ocupación siguió su marcial e inapelable avance, pero quedó en claro que los okinawenses no eran un pueblo que acataría dócilmente las directivas de los dominadores.

La resistencia de los propietarios se convirtió en el símbolo de una lucha que empezó a aglutinar a los sectores progresistas de las islas. El descontento de la población no se originaba simplemente en la apropiación de la tierra.  La actividad económica propiciada por la demanda militar no alcanzaba a compensar los abusos y humillaciones que se sufrían cotidianamente. Por más que la administración estadounidense intentara disipar el descontento promoviendo la formación de un gobierno local, la presencia de un virrey castrense que podía vetar todo según su parecer dejaba en claro cuáles eran los límites de la “democracia americana”.
En la década de 1960, la movilización anti-ocupación se extendió a todos los estamentos de la sociedad, encolumnados tras dos objetivos concretos: “retorno a la patria (sokoku)” y “eliminación de las bases militares”.  Paradójicamente, Japón, la bandera Hinomaru, el idioma japonés, símbolos del autoritarismo militarista nippon de la preguerra, se convirtieron en depositarios de la esperanza de una pacificación real, de un tratamiento igualitario y de una prosperidad que los vecinos del norte empezaban a disfrutar y que los okinawenses apenas podían ver desde lejos.  Huelgas de hambre, manifestaciones, sentadas, paros generales y hasta puebladas espontáneas de la más pura factura tercermundista (Koza, 1970) hacían de Okinawa una región caliente no sólo por su cercanía al trópico.

En medio de la efervescencia antibélica de finales de los sesenta, tanto para Japón como para Estados Unidos el asunto era cómo mantener la alianza militar (o sea, no perder las bases) sin que Okinawa les explotara en el intento.  La economía japonesa crecía a pasos agigantados y el país se envalentonaba para anunciar al mundo el fin de la  posguerra. Estados Unidos, ya empantanado en Vietnam, necesitaba más que nunca reducir gastos para calmar el frente interno. La dupla Sato-Nixon encontró en Okinawa la agenda ideal para conciliar sus ambiciones políticas (1969). Rédito político para uno, resarcimiento económico para el otro. Devolución de la soberanía y mantenimiento del status quo militar.
Por la insistencia popular o por el resultado de más sórdidas negociaciones, lo cierto es que en mayo de 1972 el retorno a la “patria” se concretó. Sólo que, para desconsuelo de los isleños, las bases quedaron. En el momento de la reversión de Okinawa al estado japonés, había 87 establecimientos militares en un espacio de 28.000 hectáreas. En 2005, el número se había reducido a 37, aunque seguían ocupando casi 24.000 hectáreas. En el interín, las rentas y compensaciones aumentaron, disuadiendo con su peso metálico a las antes heróicas voces de resistencia, que paulatinamente comenzaron a ser tratadas como “anacrónicas” e “irrealistas”. Pero en el traspaso, Okinawa fue secretamente apartada de los postulados del honorable artículo 9 de la “Constitución de la paz” japonesa de la posguerra, y sus habitantes, una vez más, marginados de las decisiones de fondo.

Si con el fin del siglo XX el peligro del comunismo ha dejado de ser una amenaza para los defensores de Occidente, el nuevo milenio nació con sus propios fantasmas. Las guerras del Golfo, la de Irak, las en curso y las por venir, sirven para alimentar la insaciable imaginación militar de la mayor potencia del planeta y sus aliados. Los okinawenses, entre tanto, están obligados a vivir en una situación lo más parecida a una ocupación colonial. O sea, después de casi 40 años de reincorporarse al pacífico y prolífico estado japonés, la sensación que permea al pueblo okinawense es la de no saber a ciencia cierta si son los alambrados los que circundan las bases, o si son ellos los que se encuentran cautivos en el interior de las guarniciones.
La realidad actual, por lo tanto, no es muy alentadora. Con limitadas posibilidades para el desarrollo agrícola y dudosas perspectivas de una reconversión económica viable, exceptuando el turismo, las bases y la actividad a ellas relacionada siguen siendo una importante fuente de ingresos. Una parte considerable de la población okinawense vive directa o indirectamente en los márgenes del presupuesto “caritativo” (omoiyari yosan) suministrado por el gobierno japonés, que se hace cargo de alquileres, sueldos administrativos, obras de infraestructura y un largo número de ítems vinculados al mantenimiento de las unidades militares.
Pero convivir con las bases, o sea, vivir al lado de un arsenal, no es cuento. No se trata apenas de un peligro simbólico, una sobreactuación de víctima, o una obsesión pacifista. Las bases se encuentran en medio de la población.  Una bala perdida escapada de un polígono cada tanto ya no provoca demasiados escándalos, pero todavía se caen helicopteros en patios de universidades (agosto 2004). Y la “extraterritorialidad” que gozan los soldados estadounidenses tampoco es un asunto menor. Incidentes policiales provocados por soldados con excesivos impulsos vitales son harto frecuentes y los atropellos y abusos siguen siendo escenas incorporadas al paisaje isleño. Pero desde accidentes de tránsito hasta violaciones, para muchos okinawenses la justicia se termina en los vallados de las guarniciones.

El caso de la violación de una nena en septiembre de 1995 provocó una de las movilizaciones más importantes de la pos-reversión. Los estrategas de Tokio y de Washington se vieron obligados a pensar seriamente cómo calmar los ánimos de una población indignada que exigía una reducción sustancial de la presencia militar. Una de las “concesiones” acordadas (abril 1996) fue el traslado de la pista aeronáutica de Futenma, ubicada en medio de la ciudad de Ginowan, el caso más aberrante de salubridad y seguridad ciudadana (puestos a comparar, el aeroparque porteño es un lujo de urbanistas).
El lugar elegido para la mudanza fue Henoko, en la ciudad de Nago, un paraje algo más alejado de los poblados, al borde de uno de los mares más cristalinos del mundo. A la región norte de Okinawa, tan bella como montañosa, las olas del desarrollo siempre le llegaron demoradas, de modo que los burócratas de Tokio no dudaban de que, con un interesante paquete de efectivo e inversiones, sus propuestas serían bienvenidas, a la larga o a la corta. Si los antiguos métodos de bayoneta y topadora ya no resultaban presentables, la sugestiva catarata de yenes prometida en “compensación” sería capaz de seducir al más estoico purista. 
Como era previsible, el pueblo se dividió. Un plesbicito por el no (diciembre 1997), un intendente que ignora el resultado, firma por el sí y renuncia para asumir (?) su antojo; un gobernador que se planta en el no y también debe renunciar porque se encuentra sin respaldo ni prebendas (febrero 1998); elecciones prefecturales que dan por ganadores a los que apoyan el sí (1998, 2006), pero que no llegan a concretar el plan acordado con el gobierno nacional (2002) y refrendado por Estados Unidos (2006); una nueva elección para la intendencia que da por vencedores a los que insisten con el no (enero 2010); un goberandor que antes decía sí, despues ni y ahora se inclina por el...  En definitiva, desde la aparición del proyecto, la parsimonia pueblerina se sacudió violentamente en un enfrentamiento entre parientes y vecinos que sacaron a relucir las peores miserias de nuestra conducta humana. Y, tras marchas y contramarchas, finalmente no llegaron a ponerse de acuerdo. A esta altura (junio de 2010), la elección de Henoko, más que en una solución se ha convertido en un laberinto del que ya nadie sale sin por lo menos alguna herida.
En Naichi (expresión de orígen colonial con la que en Okinawa se designa al resto de Japón), desde siempre los políticos se llenaron la boca hablando del “sacrificio” que sobrellevaban los habitantes de las islas del sur. Cuando un conato de descontento amenazaba en el horizonte, la burocracia estatal agregaba unos millones de yenes a las partidas presupuestarias y después ya nadie se acordaba del asunto. Las bases ahí quedaban, naturalmente. Y la opinión pública nacional se desentendía, para seguir viviendo en paz. Okinawa quedaba los suficientemente lejos como para que el olor a pólvora y los estruendos del paso de aviones y helicópteros no se escucharan. Con el debate en curso, algo parecería estar cambiando.
El actual partido gobernante (P. Demócrata), durante la campaña electoral (2009) se comprometió a erradicar de la prefectura a la base de Futenma. Con el poder en las manos, la tarea le está resultando más compleja. El progresismo que lo apoyó para que asumiera le exige un cambio de política radical. Pero, buenas intenciones aparte, es dudoso que lo consiga. Con apenas 8 meses de gobierno, el errático discurso ya le costó la renuncia de su primer primer ministro (junio 2010). Henoko ha vuelto a la mira y la isla es otra vez una caldera en ebullición. Futenma, bien gracias.
Lo único definitivamente claro hoy es que Okinawa sigue siendo lo más parecido a un territorio militarmente ocupado, aunque sin el beneficio de una fecha límite para que sus habitantes recuperen la soberanía sobre sus destinos.

Para los descendientes de okinawenses, el debate de Henoko no es agua de otra costa. Del torrente caritativo, alguna gota cae, incluso en la lejana Argentina. O salpica, dejando una imperceptible aureola que no se sabe muy bien si es de agua bendita o agua podrida. Nada es simplemente blanco o negro, menos cuando la tablita cambiaria fluctúa en la medida de la brecha que separa a los dos mundos. Pero la cuestión de base puede también partir de una falacia.  Porque, cabría preguntarse ¿quién “plantó” la irresistible (enviciada, adictiva) manzana en las islas? ¿Qué estructura macabra hace que Okinawa deba eternamente cumplir con el rol de sumidero oculto de las por otra parte respetables aspiraciones pacíficas del pueblo japonés?
Guerra, ocupación y dependencia. La turbulenta coyuntura que atraviesa las islas no hace sino poner en evidencia las cuentas pendientes del tortuoso mapa de las relaciones entre Okinawa y el resto de Japón.

 

* Nota publicada el 10 de junio del 2010.