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Viernes, 11 de Mayo de 2012
Nuchi du takara: honrar la vida
Escrito por Marcelo G. Higa   

El potentísimo sol del subtrópico pareciera sobreexponer la vista de un panorama desolador. Después de tres meses de contienda, una capa de cenizas y polvo calizo cubre la superficie velando los restos de la isla. Okinawa es un mapa en blanco. Campos arrasados, montes pelados, aldeas devastadas, ausencias definitivas. Cerca de 95.000 civiles okinawenses muertos (o 125.000 o 180.000; en cualquier caso, muchos) y tantos más huérfanos, huérfanas, viudos, viudas, solos, solas. De ese desamparo absoluto, comenzar de nuevo.

¿Cuándo terminó la guerra?
La defensa organizada se acabó el 23 de junio, el día del suidicio de la comandancia japonesa en Mabuni. Los aliados se declararon victoriosos el 2 de julio. La Palabra del emperador admitiendo la derrota se transmitió el 15 de agosto. Los altos mandos sellaron la rendición el 2 de septiembre. El armisticio en Okinawa se firmó en Kadena el 7 de septiembre.
Es probable que los sobrevivientes recuerden con mayor precisión el momento de terrible incertidumbre en que dejaron sus vidas en manos de aquel soldado norteamericano que, tan asustado como ellos, a punta de rifle y señas, los arreó hasta detrás de la línea de fuego.

El día después los encontró en Tamagusuku, Shinzato, Nodake, Adaniya, Kishaba, Koza, Shimabuku, Tobaru, Gushikawa, Ishikawa, Ginoza, Taira o alguno de los centros de detención que las fuerzas aliadas comenzaron a construir apenas se inició la batalla. A principios de julio de 1945, ya había cerca de 300.000 okinawenses (casi el 80 por ciento de la población) en los campos de refugiados. En esos rancheríos de albergues prefabricados comenzó a organizarse el enorme esfuerzo para sobreponerse al dolor y recobrar la normalidad.
En esos primeros días, encontrarse con vida tenía su contracara en el desconsuelo que provocaba la búsqueda infructuosa de familiares desaparecidos, o la impotencia ante la muerte irremediable de los más débiles. El aliento, a veces, no alcanzaba para salvarle la vida a los muchísimos chicos desnutridos que, durante días, perdidos en medio del campo de batalla o en las profundidades de las cavernas, habían quedado abandonados a su suerte. En algunos sitios, la malaria hacía estragos sobre cuerpos que en situaciones normales hubiesen resistido. Las carencias médicas se ensañaban, sobre todo, con los más chicos y los más viejos. Esa terrible continuidad de la tragedia que prolongaba el duelo y opacaba el alivio. Todos tenían algo por qué llorar.
Pero tampoco era demasiado el tiempo para el desánimo. Aunque cada lugar, cada gesto, cada respiro evocara una ausencia, no quedaba otra que arremangarse y darle para adelante. Fue entonces cuando alguien recordó una vieja expresión del refranero popular y se animó a decir: “Nuchi du takara doo”. Algo así como “la vida es el tesoro, lo importante es estar vivos”. Honrar la vida. Una nueva forma de mirarse entre los sobrevivientes que se convertiría en el lema pacifista de la posguerra.

Comenzar de nuevo
Las necesidades básicas configuraron una democracia que se nutría de provisiones importadas. En los campos de refugiados, la comida y el agua potable no faltaban, al menos para los estándares que habían sobrellevado durante las últimas semanas de la contienda. Los aliados habían venido preparados para una campaña larga y traían alimentos suficientes como para asegurar mínimamente las necesidades de la población cautiva.
Las raciones militares fueron el primer contacto de muchos con los sabores de occidente. Hubo quienes, al principio, confundieron un trozo de queso con jabón, y los beneficios de la leche en polvo tardaron en ser descubiertos, pero, a fuerza de hambre, esos ingredientes novedosos fueron rápidamente incorporados a una dieta mixta de sabores más conocidos. La indudable estrella del menú de campaña fue la carne enlatada (“corned beef”, lo que nosotros conocemos como “viandada”), que se convertiría en la animadora imprescindible del champurú, el revuelto clásico de la cocina okinawense.
Incluso en medio de las carencias eran posibles algunos antojos. Los cigarrillos, el aditamento infaltable de la American way of life de aquellos días, venían con el postre y servían tanto para despuntar el vicio como para facilitar el trueque. En el caso de los purretes, la cosa pasaba por los chocolates y el chewing gum (la “chuenga” de los chicos okinawenses), premios para quienes aprendían a farfullar un “gimme” simpático al soldado benefactor.
Lo mismo ocurría en relación a la indumentaria. Para quienes se habían quedado apenas con lo puesto, el caqui de los uniformes castrenses impondría una moda unisex, apenas matizada con las coqueterías que permitían las telas de los paracaidas. Las prendas “HBT”, más frazadas, borceguíes, bolsos, lonas, sogas y todo el material de desguace imaginable, se incorporarían a la vida de los refugiados y de allí al ámbito dómestico de la posguerra.
Estas apropiaciones tempranas delinearían la cultura material de la Okinawa ocupada, en donde lo nativo y lo foráneo se amalgamaron para dar el perfil de lo que se conoció como “Amerika-yu”, el mundo okinawense bajo la dominación estadounidense.

En medio de la desolación, la cotidianidad comenzó a forjarse en torno a los chicos. Antes de que cesaran las últimas explosiones de la batalla, en el campo de Ishikawa se organizó la primera escuela al aire libre, en donde, a instancias de las autoridades aliadas, docentes improvisados se encontraron con la tarea de resolver qué hacer con el piberío que empezaba a alborotar con sus exigencias los centros de refugiados.
Sin aulas ni pupitres, ni manuales ni cuadernos, la escuela era más un producto de la imaginación que un ámbito de enseñanza. El piso mojado servía de pizarrón y las piedritas ayudaban a hacer las cuentas. Las montañas y los árboles eran el campo de deportes. Pero las letras y los números, en realidad, eran una excusa. Se trataba, sobre todo, de juntar a los chicos para jugar un rato, reírse, cantar una canción.
Las fuerzas de la ocupación buscaban, más que pedagogía, orden y control. El resultado fue, sin embargo, mucho más luminoso. Desde ese espacio altruista, empezar a desatar los nudos del terror, contener corazones abandonados, encontrar entre todos la propia humanidad.

Hacia fines de octubre de 1945, los refugiados, poco a poco, fueron siendo autorizados a regresar a sus pueblos, o a lo que había quedado de ellos. La región del centro y sur de la isla era un enorme baldío. Huellas oruga de los tanques, cráteres de morteros, bombas sin detonar, pertrechos abandonados, escombros, restos, huesos. Sobre ese paisaje lunático, velar los muertos, reconstruir las casas, trazar los caminos, sembrar los campos.

Era en abril
Las experiencias límites, como las de la guerra, tienen una dimensión trágica irreproducible. Los relatos pueden esbozar, aleccionar, incluso impresionar, pero siempre opera sobre ellos una selectividad que, si los vuelve comprensibles, decanta parte de la historia para acomodarla a un presente que se renueva permanentemente. Ese es, en cierto modo, el ineludible mecanismo que regula la capacidad de la memoria.
Pero si la memoria conlleva el olvido, hay lugares del pasado cuyos rastros nunca pueden eliminarse definitivamente. Las gama, las lúgubres cavernas que se resisten porfiadas al paso del tiempo tienen, en ese sentido, el valor de preservar en bruto las marcas funestas de la guerra. Son los espacios de terror que nos interpelan en forma directa y recurrente, perpetuando ese grito atemporal que, en argentino, se traduce Nunca más.
En el caso de los descendientes de inmigrantes okinawenses (sucesores naturales, si se quiere, de tamaña experiencia), el legado nos ha llegado, sobre todo, como silencio. Las vivencias se diluyen aún más tras las barreras que el idioma y la distancia interponen a nuestras historias discontinuas. Hay, sin embargo, situaciones particulares en que los dispositivos del recuerdo parecieran activarse dejando al horror en carne viva. Como un PTSD que nunca termina de cicatrizar, a veces la experiencia traumática retumba en nuestro rededor y, más allá de cualquier intencionalidad, nos roza en su sentido profundo.
Cuando la guerra de Malvinas, recuerdo que tíos de Okinawa llamaban larga distancia preocupados por un sobrino que estaba haciendo el servicio militar en Campo de Mayo. Sabemos, en Buenos Aires, lejos del Atlántico sur, la guerra tuvo la intensidad que los medios de comunicación le imprimieron. No recuerdo mucho más, ni siquiera tengo certeza acerca de lo que yo mismo sentía en esos momentos. Pero es probable que, medio mundo mediante, para los okinawenses se haya tratado de una realidad mucho más real que para muchos porteños. Coincidencias del calendario, era en abril.
El año pasado, también para estos días, una conversación telefónica con mi madre me sorprende otra vez fuera de lugar. “Vi por tele, ¡qué terrible!”, me dice. “Sí, un desastre. Nos estamos arreglando, no te preocupes”, le contesto, desde Yokohama, levemente conmovido. “Bueno, menos mal. Pero no te digo por ustedes. Digo, toda esa gente, que se quedó así, de repente, sin nada... Pobre gente”. Ah. “Pobre gente”. Frases condolidas en las que se oye un eco de desamparo y desarraigo, flashback de otras penurias irreproducibles.
Esas deben ser las sensaciones que quedan después de sobrevivir una guerra. Solidaridades viscerales que se anteponen al lenguaje y manifiestan, sin estridencias, una manera definitiva de estar en el mundo.

Cabe, tal vez, preguntarse, para finalizar, qué habrán visto, una vez de este lado, los sobrevivientes okinawenses cuando en la posguerra empezaron a llegar a Argentina. Los chicos repatriados por Perón. Las rozagantes novias “llamadas”. Los desplazados, los desposeídos, los desubicados, los optimistas.
Uno puede suponer que poco les habrán importado las carencias del nuevo mundo. El piso de tierra, los fríos australes, la ropa remendada o la ininteligibilidad de la lengua. Solamente imaginar, en la madrugada, una taza de té caliente, el humo de un cigarrillo, el llanto de un bebé, el campo sembrado a full. Las coordenadas de una prosperidad en la que cada minuto se contaba como una ganancia.
Nuchi du takara. Say no more, “banzai”.