Lunes, 13 de Febrero de 2012
Todos los nombres (parte II)
Escrito por Marcelo G. Higa   

Los nombres de la migración

Los que salieron
Desde hace varios años, en el Departamento de Geografía de la Universidad de las Ryukyu, un grupo liderado por el profesor emérito Ishikawa Tomonori ha venido realizando un extenso trabajo acerca de la migración okinawense. Parte de sus resultados se ha reflejado en las historias locales compiladas por muchos pueblos de Okinawa, en donde casi siempre encontramos una sección, a veces, incluso, hasta tomos enteros dedicados a la emigración (como son los casos de Chatan 1987, Kunigami 1992, Kin 1996 o Kitanakagusuku 2001, entre otros). En el material reopilado sobresalen las listas de los paisanos que abandonaron los pueblos rumbo al exterior, sobre todo durante el período anterior a la segunda guerra mundial.

Durante años, el profesor Ishikawa y su equipo se dedicaron a copiar, una por una, las listas de pasaportes emitidos según aparecen en los informes remitidos por las delegaciones regionales al Ministerio de Asuntos Exteriores japonés. Un trabajo ciclópeo, cuya mera ejecución resulta casi más difícil de imaginar que la propia finalización. Se trata de cientos de informes trimestrales manuscritos en donde se consignan: número del documento, nombre y apellido del solicitante, su ubicación en el registro familiar, domicilio, edad, motivo de viaje, destino y fecha de emisión. A partir de esos datos, hoy contamos con una base sólida para cuantificar el fenómeno emigratorio okinawense.
Pero además del aspecto estadístico, la recopilación nos permite acceder a muchos de los nombres de los, hasta ahora, protagonistas anónimos de la historia moderna de las islas. Para los descendientes de inmigrantes, eso significa, simple y llanamente, encontrarse con, por ejemplo, un día, decisivo en la vida de los abuelos, propios o vecinos.
A primera vista, se trata de escuetas columnas de datos, reflejos inexpresivos del orden burocrático moderno. Miradas con algún detenimiento, sin embargo, se transforman en una fuente riquísima de historias individuales que, como en el relato bíblico, nos conducen al génesis.
El asunto es sentarse y mirar. Volver a mirar y empezar a agrupar, separar, enlazar, contar. A medida que avanzamos, nos vamos enterando de que tal hizo el trámite con tal otro, que los de este pueblo suelen llamarse de un modo y los de aquél repiten otro, que algunos llevan apellidos que se diferencian de lo común, que son jóvenes (25 años de promedio). En el interín, nos topamos con un nombre familiar. Y nos sorprendemos de la juventud de alguien que recordamos anciano, o nos quedamos imaginando qué habrá sido de esa chica que viajó en sus lozanos 19, tal vez para encontrarse con un marido a quien apenas conoció por una (muchas veces engañosa) foto.
Las historias de los pueblos de Okinawa se encuentran todavía en plan de publicación. La compilación de los registros no es poca tarea, ni tampoco es muy divertida. Requiere voluntad, equipo, tiempo, y presupuesto. Con el material disponible en los archivos, sin embargo, en algún momento las publicaciones se completarán y tendremos, entonces, un panorama bastante preciso de la dimensión estadístico-demográfica de la emigración de las islas.
En una época en que la información muchas veces suele desbordarnos, la tarea imposible, casi conmovedora, de registrar uno a uno a los protagonistas de la emigración puede resultar hasta anacrónica. Un exceso barroco, o una suerte de hiperrealismo en un mundo que prefiere el minimalismo y las abstracciones. Pero para los descendientes de inmigrantes, estos materiales tienen un valor mucho más personal. Aun a riesgo de caer en los excesos de la memoria, además de datos, en esos casilleros hay nombres. Personas con una trayectoria, una vida que desde el puerto de Buenos Aires, el Cristo Redentor, la Quebrada de Humahuaca o algún otro paso fronterizo, se enlaza con nosotros. De ese finísimo hilo pende, en definitiva, el significado de cada uno de esos nombres pacientemente recobrados.

Migrantes libres
El volumen Okinawa-ken shi. Shiryo-hen 8 (1999, “Historia de la Prefectura de Okinawa. Documentos, vol. 8”) contiene información acerca de los pasaportes tramitados entre 1908 y 1920 por los interesados en emigrar en condición de “libres” (jiyu imin, es decir, sin mediar contrato previo, en cuyo caso se los clasificaba como keiyaku imin).
A diferencia de Perú o Brasil, la migración a la Argentina se produjo sin la mediación de las compañías migratorias que hacían furor en la época. El mecanismo que impulsó la migración a Argentina fue el conocido como “llamada” (yobiyose), en donde la red de paisanos funcionaba a full. De ahí que la base inicial, junto a la solidaridad de los pioneros (hubo gente que llegó a llamar a cientos de coterráneos) haya incidido, fundamentalmente, para darle a la colectividad japonesa en el país el perfil “okinawense” que la caracteriza.
El grupo con destino “Argentina” suma en total 181 personas. Los primeros comienzan a llegar hacia 1913, llamados por sus hermanos, padres, maridos o paisanos, personas que en su gran mayoría habían llegado al país previo paso por Brasil o Perú.
Son casos como los de Arashiro Seirin (Nohen, Yonashiro), llamado por su padre, Oshiro Tokusuke (Onaga, Tomigusuku), por el hermano mayor, o Kushioishine Matsu (Haebaru, Katsuren), llamado por su paisano Nakaishimatsu.
Hubo también quienes migraron sin recurrir al recurso del llamado, como Kakazu Eitoku (Nago), quien solicita viajar para dedicarse al “comercio”, o Uema Gensho (Gabusoka, Haneji), para “observación agrícola”, o Goya Jira (Kohatsu, Nishihara), que declara venir para trabajar en “fábrica de enlatados”.
La lista es rica en nombres conocidos y desconocidos. Encontramos allí a los primeros Nakandakare, Kohatsu, Nohara, Takara, Kamiya, Uehara, Yogi, Yonamine, además de los omnipresentes Arakaki, Higa, Oshiro, Miyashiro, Tamashiro, Kanashiro (que en esa época todavía dudaban entre adoptar la lectura más afín al japonés o conservar la sonoridad local del “-gusuku”), mezclados con algún menos popular Genka, Izumigawa o Ginoza, y otros más fácil de caracterizar como los Maetokuhiga, Nakamiijo, Agarinakazato. Podríamos seguir excediéndonos en la cita, pero bástenos esta pequeña muestra para entrever que en esos años de la década del 10, el país ya se iba poblando, poco a poco, con nuestros apellidos.
A partir de estos pioneros que se sumaron a los que habían llegado de los países vecinos, se fue tejiendo la red de paisanos “llamadores” que hacia mediados de la década de 1920 empezaría a traer a cientos de inmigrantes al año, hasta la abrupta interrupción producida por la segunda guerra mundial.

Las primeras llamadas
La lista de los jiyu imin nos permite comprobar que la primera “llamada” fue una mujer, Nakandakare Maka, a quien se le expidió el pasaporte en la delegación de Hyogo el 5 de noviembre de 1913. Era oriunda del pueblo de Nago, en la región de Kunigami, y en ese momento tenía 23 años y 2 meses. Viajaba a la Argentina llamada por su marido, Nakandakare Koro, acompañada por quien, suponemos, era su cuñado, Koho, hermano mayor de Koro e hijo primogénito de Kokichi.
Sabemos que la familia Nakandakare fue una de las pioneras en el desarrollo de la horticultura en Florencio Varela, aunque desconocemos los detalles de la vida de Maka. El encuentro con su nombre en esta lista, de todos modos, basta para animarnos a imaginar su travesía de novela.
El camino desde Nago hasta Naha. La despedida. El viaje hasta Kobe. El trámite del pasaporte. Las voces casi ininteligibles del entorno. El impacto de esa bellísima y cosmopolita ciudad portuaria. Los primeros días de frío japonés. La espera en la pensión. La espectacular vista del océano. La revisación médica. Los sellos y visados. La partida. Los meses de navegación. La convivencia en las bodegas de tercera clase. Las escalas en diferentes puertos de Norte y Sudamérica. El cansancio. La llegada a Valparaíso. El cruce de los Andes. El tren desde Mendoza. La llanura interminable. La expectación. La llegada a Retiro. El encuentro.
Maka, 23 años y una vida por delante. Doña Maka. Su nombre nos sugiere el recorrido primigenio de las Matsu, Maushi, Kame, Yoshi, Kama, Uto, Tomi, Kami, Umito y tantas otras que hace 100 años vinieron desde el otro lado del mundo para concebirnos.

Nakagusuku, por mayoría
En la edición digital de La Plata Hochi de hace unas semanas, un titular que, para los entendidos, no necesita mayor explicación: “Nakagusuku, una vez más, llega primero“. Desde hace décadas, los equipos de Nakagusuku suelen arrasar con los medalleros de las competencias “Inter-shichosonjin”. No es que tengan La Masía del atletismo de la colectividad. El asunto es más simple: son muchos. Siempre lo fueron. Ganan por simple mayoría.
En Okinawa, el perfil emigrantista de este conjunto de pueblos se refleja en Kitanakagusuku-son shi (2001, “Historia del pueblo de Kitanakagusuku”), cuyos dos tomos dedicados al éxodo ultramarino dan cuenta de la importancia del fenómeno en la región. En el tomo III (Imin. Shiryo-hen. “Migración. Documentos”) encontramos una de las bases de datos más completas de la emigración de la preguerra.
La separación entre Kitanakagusuku y Nakagusuku se produjo en 1946. Desde 1908 hasta esa fecha formaban una misma unidad administrativa, continuadora del majiri del mismo nombre de la época del Reino de las Ryukyu.
Hemos dicho “unidad administrativa” porque nos parece más ajustado a la realidad que “pueblo”. Si bien en nuestro medio (y en el japonés también) estamos a acostumbrados a la designación pueblo (el –son de los undokai tradicionales, algunos ahora modificados por la necesidades del crecimiento demográfico en –shi y -cho), una imágen más apropiada sería la de una “localidad” (como la de los partidos del Gran Buenos Aires), en el que hay diversos “distritos” (llamados aza en las zonas rurales) formados por los pueblos originales. Esto muchas veces se presta a confusión, pero es importante señalar porque es este pueblo (mura, o lo que afectivamente se denomina shima) el centro de la sociabilidad y solidaridad tradicional de Okinawa.
Lo cierto es que hasta finalizada la Segunda Guerra Mundial, Nakagusuku era una gran localidad que reunía a 23 pueblos, cada uno con sus peculiaridades, incluso particularidades lingüísticas y folclóricas, algunos más afines y otros más distanciados.
De este conjunto, las estadísticas indican que entre 1903 y 1941 emigraron al exterior 6382 personas. El destino más concurrido fue Hawaii (2169), seguido por Filipinas (1258), Perú (1189) y Brasil (1075). Argentina, mucho más lejos, figura en quinto lugar, con 536 personas. Para nuestro país, los más numerosos fueron los oriundos de Kuba (94), Ishado (81), Soeishi (71), Kishaba (55) y Adaniya (35).
La migración desde Nakagusuku se inicia en 1917, aunque cabe recordar que -como hemos mencionado antes- los primeros que llegaron a Argentina lo hicieron con anterioridad, previo paso por Perú y, sobre todo, Brasil. Esta importante base inicial sería la que en definitiva incidiría en el número de nativos de la región y en consecuencia, en el de sus descendientes.

Gente de pueblo y nobles
Si de apellidos se trata, la historia de Nakagusuku deja claro que ahí, Arakaki, Asato, Higa, Oshiro, Shimabukuro son la figurita repetida. Cada tanto, de todos modos, en medio de esa monotonía, hay algunos que escapan de la regla y nos sorprenden con un Tokashiki, un Nako, un Tengan, nombres cuya sonoridad particular los distinguen del común.
En las listas de Kitanakagusuku encontramos algunas pistas para resolver el enigma.
En los primeros años de la emigración, en los pasaportes se especificaba la clase social del portador, según fuera “shizoku” (miembros de la nobleza) o “heimin” (pueblo raso). Sobre 868 personas que emigraron al exterior desde 1903 hasta que la distinción desaparece de los registros en julio de 1907, 40 (es decir, menos del 5 por ciento) se identificaba como “noble”.
Aunque en este período todavía no encontramos viajeros con destino a la Argentina. Un repaso de las listas nos permite saber que, por ejemplo, en 1904 una persona llamada Yogi Seiken, noble, del pueblo Adaniya, viaja a México (antes como ahora, era el camino para los que tenían cerrada la vía a EE. UU.), o que el mismo año un Kina Matsu, de Shimabukuro, va a Hawaii, como lo hacen Nako Hoki de Soeishi, Ishado Seiko de Iju y algunos pocos más.
Siguiendo la lista, observamos que las personas de origen noble tienden a concentrarse en los pueblos del sur u oeste del distrito, como Wauke (apellidados China, Kyan, Izumigawa, Okuhama, Tsukazan), Tsuha (Futenma, Kamimura), Okuma (Maehara, Janado), Adaniya (Gaja, Inafuku), Kishaba (Urasaki), aunque también hay quienes residen en Tomari (Nagamine) o Atta (Taira).
La mención que hemos hecho no quiere decir necesariamente que todos los Yogi, Kina, Nako y los otros mencionados tengan pasado noble, o que todos los así llamados que lo hubieran tenido hayan culturalmente conservado dicho estatus en el marco de la sociedad poblana. A lo largo de los años, encontramos a numerosos emigrantes con esos apellidos inscriptos en el grupo de comúnes. Por otra parte, hay familias que detentan los populares Arakaki (en Yagi, en Adaniya) o Asato (en Wauke) que se vinculan a la nobleza. Y, lógicamente, hay descendientes de nobles que emigraron en épocas posteriores que no aparecen en nuestra revista.
Determinar la prosapia de los inmigrantes es un trabajo que le dejaremos a los especialistas en genealogía. Lo que nos interesa señalar aquí es que, hasta principios del siglo XX, Okinawa era un lugar donde existían categorías sociales explícitas y que en los pueblos tradicionales (o dentro de sus límites administrativos), efectivamente residía gente que se diferenciaba del campesino común.
Cuando se inicia la migración a la Argentina, este tipo de distinciones ya había dejado de explicitarse, por lo que la genealogía de nuestros antepasados depende de los testimonios y el recuerdo de los inmigrantes más antiguos.
Para los descendientes de inmigrantes, que por sobre los vaivenes de la democracia asumieron la más igualitaria consciencia republicana, este tipo de distinciones hoy pertenecen al ámbito de lo anecdótico, pero nos sirven para conocer los matices de la inmigración.

De Okinawa a Barracas
Entre los primeros que se embarcaron en Okinawa con destino a Argentina, a principios de 1917 figura Asato Seishun. De 24 años, hijo mayor de Kamakichi, domiciliado en Ishado 265, fue llamado por Higa Sampo. Ateniéndonos a los registros oficiales, suponemos que Sanpo era un vecino del pueblo de Soeishi que había migrado con su familia a Brasil en marzo de 1912, radicándose, al poco tiempo, en Argentina. Vecino, porque Ishado y Soeishi (dos pueblos que en los campeonatos de fútbol y torneos de atletismo que se organizan en Argentina suelen rivalizar con fiereza), en Okinawa, están prácticamente pegados, de modo que es probable que Sanpo y Seishun se conocieran de chicos, o que, incluso, tuvieran alguna relación de parentesco.
Cuando el joven Seishun llegó a Buenos Aires, la incipiente comunidad de okinawenses se aglutinaba en los barrios del sur de la ciudad, cerca de las principales fuentes de trabajo. No es difícil imaginar que de Retiro haya marchado directamente a alguno de los conventillos sobre la calle Daniel Cerri, o Patricios, o Magallanes, en donde se juntaban los compatriotas.
Un camino similar al que habrán realizado Higa Gisei, Tamagusuku Anki, Asato Shoki (todos de Kishaba) y Higa Santo (Soeishi), quienes, entre finales de 1917 y principios de 1918, viajaron para trabajar en el “ramo metalúrgico”, o Higa Seiki (Tomari), que para la misma época se emplea en la “manufactura de enlatados”. Eran los años previos a la horticultura y la tintorería, oficios que empezarían a despuntar en la década del 20.
No sabemos cómo le habrá ido a Seishun en su vida obrera, pero si permaneció en el país, algún provecho le habrá sacado. Suficiente como para llamar, después de algunos años, a su esposa que había quedado en Okinawa.
Siguiendo la lista, encontramos que el 15 de julio de 1926 le entregan el pasaporte a Asato Gojya, de Ishado 265, quien está a punto de cumplir 34 años y viaja llamada por su marido, Seishun.
Podemos imaginar que después de tantos años de separación, al poco tiempo habrán llegado los hijos. Pero ellos, naturalmente, ya no figuran en las listas de emigrantes. Ishadonchu nacidos en Argentina, son de los primeros que empiezan a alternar los nombres japoneses con los más locales Teresa, Alfredo, Juan Santiago y tantos otros. Pero esa es ya otra historia.

Los que llegaron
Desde la perspectiva Argentina, país de inmigrantes, si los hay, los datos se encuentran todavía dispersos. No faltan, sin embargo, las listas. En ellas encontramos nombres, pero también curiosidades que ratifican y modifican el universo onomástico de la emigración.
Durante décadas, los inmigrantes no tuvieron lugar en la historiografía argentina. O si lo tuvieron, fue en tanto pobladores del desierto, transiciones efímeras de lo que en definitiva interesaba, que era la asimilación, o la construcción de la nueva nacionalidad. Un poco como ocurría en Estados Unidos, donde los adherentes a la teoría del “melting pot” sostenían “no importa qué es lo que ingresa en el crisol, sino cómo de allí sale un americano”, en Argentina poco interés se le daba a lo que precedía a los barcos. La segunda generación creció en ese ambiente de argentinización en donde, en contra de todas las evidencias que la vida cotidiana ponía de manifiesto, lo japonés o lo okinawense quedaba relegado a un pasado superado. Recién hacia la década del 80, con el advenimiento de la consciencia étnica y la historia social de las minorías, el interés por el pasado inmigrante empieza a cobrar importancia.
Recuerdo que en esa época, cuando empecé a interesarme en el tema, acceder a las estadísticas más elementales de ingreso de extranjeros era prácticamente una epopeya. La Dirección General de Inmigraciones, en lo que había sido el Hotel de Inmigrantes de Retiro, tenía apenas una sala biblioteca mínima, con poco material disponible para el público general (yo). En los depósitos, que podían verse a través de las puertas entreabiertas detrás de los mostradores de trámites generales, se apilaban miles de fichas casi basura con un seguro destino de combustible, pero no había medios para consultarlas.
La situación ha mejorado desde hace unos años a partir del trabajo realizado por el Centro de Estudios Migratorios Latinoamericanos (CEMLA), cuya base de datos preserva la información de las Listas de Pasajeros que los capitanes de las embarcaciones arribadas al puerto de Buenos Aires entregaban a las autoridades aduaneras. La documentación no incluye otros puntos del país y ésa es una carencia fundamental, porque durante los primeros años muchos de los ingresos de los japoneses se produjeron vía terreste. Pero, así y todo, el acceso a estos datos elementales (nombre y apellido, edad, estado civil, ocupación, religión, nacionalidad, barco, fecha de llegada, procedencia, orígen), aún incompletos y parciales, (para los años 1933-1937 prácticamente no hay registros y en otros faltan barcos), ayuda a ajustar nuestro conocimiento del fenómeno inmigratorio.
Al ingresar en la base de datos, sin embargo, nos encontramos con varios desafíos, algunos técnicos y otros lingüísticos. La poca familiaridad con los nombres japoneses de los encargados de transcribir la información, sumada a lo que imaginamos debe haber sido la caligrafía imposible de algunos capitanes de la época, hace que el original o su transcripción contenga muchos errores. Eso hace que muchos de los nombres que nos interesan sean todavía un acertijo por resolver, aunque en algunos casos, con un poco de imaginación, se pueden intuir o adivinar.

Los “primeros” de la lista porteña
De una búsqueda más bien azarosa, hemos encontrado que los ingresos de okinawenses más antiguos se registran entre 1908 y 1909.
Sobre “Matucat, Fineun”, poco podemos decir. Acceder al documento original abriría mayores posibilidades para la conjetura, pero, en principio, ni Matucat ni Fineum nos sugieren nada. Nos interesa, sobre todo, por la nacionalidad, japonesa; la fecha de ingreso, octubre de 1908, y su ocupación, “bracciante”. En un publicación reciente, Antonio Higa y Choichi Sakihara señalan a Nakazato Shinchu como el “primer” okinawense que llegó a Argentina para la misma fecha, aunque no hay datos precisos sobre el hecho. Nakazato Nakugato Makucato, ¿Matucat? Shinchu Finchu Finun, ¿Fineun? Trabajo de reconstrucción para grafólogos y lingüístas.
Los “Yukama” nos despiertan una curiosidad más fundamentada. ¿No será Yukama, salvando un simple error en la transcripción, una deformación de Hukama o Fukama, la pronunciación okinawense de Hokama? Por otra parte, Kame sí es un nombre popular de la época, tanto para varón como para mujer. ¿Y Kasim? Llegan juntos, pueden ser parientes o pareja. Vamos a la lista del Kasato Maru. En el mismo grupo familiar, encontramos unos “Hokama, Kame (24)” y “Hokama, Gashin (o Kashin) (24.8)”, oriundos del pueblo de Kochi, en Nishihara. No hay certeza, pero bien podrían ser ellos.
Con “Arakaqui, Ma.” nos encontramos finalmente con un nombre familiar. En la lista del Kasato Maru hay numerosos Arakaki, la mayoría de ellos de Kuba, Nakagusuku. “Ma.”, “Matsu”.  A falta de uno, hay dos Arakaki Matsu, cuya residencia posterior en el país está comprobada por su descendencia. La edad que figura en esta base de datos, sin embargo, es una incognita.
En el mismo barco que Arakaqui, “Matsudu, Seichiti”. Primero arriesgamos “Matsudo”, tan conocido en nuestro medio. Pero los primeros Matsudo llegaron a Brasil posteriormente. Encontramos, a cambio, un “Matsuda, Teishichi (30 años en 1908)”. ¿Tal vez? La edad, otra vez, nos saca la imagen de foco, pero podría ser.
“Miagusgun, Rissabaro”. La nacionalidad italiana sería suficiente para descartarlo de nuestras especulaciones. Pero, por el nombre y el apellido, la intuición nos sugiere un origen más okinawense que tano. Casualmente, en la foto de la Lista Geral de Passageiros del Kasato Maru que se puede ver en la página web de la Biblioteca de la Dieta japonesa, aparece un “Miyagusuku, Risaburo”. Debe ser esta persona.
Por último, los “–gato”. Arriesgamos que son “zato”, simplemente por olfato. ¿“Yamazato”, “Nakazato”, “Nakazato”?
En definitiva, lo cierto es que estos registros prueban que entre fines de 1908 y principios de 1909, el ingreso de los japoneses, algunos presumibles y otros definitivamente okinawenses, quedó registrado ante las autoridades del estado argentino.

Resolviendo el acertijo
La errática búsqueda que hemos realizado para esta nota (diciembre de 2011) nos ha dado un resultado de unos dos mil y pico de inmigrantes, cuyos apellidos indican un origen okinawense (buscados entre las fechas 1-1-1900 y 31-12-1945). Errática porque la base de datos requiere el ingreso de los apellidos o nombres, por lo que fuimos progresivamente probando con los más populares de la isla o los que nuestra experiencia colectivera nos sugería. Y errática también porque, especialmente para los casos de quienes ingresaron en los primeros años, la ortografía difiere considerablemente de la convencional.
Hasta fines de la década del 10, prácticamente no encontramos inmigrantes cuyo apellido y nombre estén escritos en la forma habitual. Por ejemplo, en el gran contingente que ingreso en mayo de 1914 para ir a trabajar a Ledesma, Jujuy, encontramos: “Giga”, “Gigajola”, “Gusi”, “Inafuko”, “Jakara”, “Jamanchi”, “Jamasoto”, “Kanasido”, “Sunabukudo”, etcétera, todos de nacionalidad japonesa y de connotaciones okinawenses. Nos encontramos aquí ante evidentes errores ortográficos. Ahora, lo que no sabemos es si se trata de un error ocurrido cuando se hizo la base de datos o si es así como aparecen en los registros originales. Tratándose del Cap Blanco, buque perteneciente a la flota de la Hamburg Sudamerikanische Dampschifffharts Gesellshaft, podemos conjeturar y atribuir los errores a la transcripción de lo que imaginamos habrá sido la enmarañada cursiva gótica del capitán alemán de la embarcación.
La búsqueda en la base de datos tiene ese costado lúdico. Encontrar a un Higa, que son esperablemente numerosos, no requiere mayor imaginación. Pero sí “Giga”, “Hika”, o hasta “Hija”.
A partir de 1918, la transcripción de los nombre comienza a estabilizarse, de modo que lo que encontramos son ya errores más reconocibles, del tipo “Canashiro” por Kanashiro, “Kichaba” por Kishaba, “Tamanawa” por Tamanaha, y otros del mismo tenor.

Otra vez los apellidos
Los errores involuntarios pueden subsanarse analizando los originales. Otro tipo de problema igualmente complejo se plantea con las diferentes formas de transliteración que pueden adoptar las palabras japonesas, a lo que debemos agregar las lecturas particulares que circundan a los apellidos okinawenses.
Los casos de variaciones que hemos seleccionado aquí tiene cada uno alguna justificación para su particular forma de escritura. Escritos en kanji, todos responden al mismo referente, pero en alfabeto las diferencias van de pequeñas, a notorias, a definitivas.
En relación a la transliteración en sí, podemos decir que:
- si bien en la actualidad el sistema generalizado de romanización es el conocido como “Hepburn”, hay otros como el “Nihon siki”, que se utilizaba antiguamente, o el “Kunrei shiki”, que aprenden los chicos en la escuela primaria. Cada uno tiene sus propias reglas. Por ejemplo, en Uyehara, Mayedo, Mayeyoshimoto, la “e” aparece como “ye”, una forma que ya ha dejado de usarse pero resulta perfectamente inteligible. Lo mismo puede decirse en casos como “Arakati” o “Tinen” (que creemos debe ser Chinen);
- el uso o no del denominado dakuon (las comillas que transforman “ta” en “da”, “ka” en “ga”, etc.) es un asunto bastante común en los apellidos japoneses. Por ejemplo, si bien Adaniya es la pronunciación más difundida en la actualidad, Ataniya no es inaceptable. Lo mismo puede decirse en relación a Arakaki y Aragaki, Metoruma y Medoruma, etcétera.
Un problema diferente se plantea con los “-gusuku“, “-shiro”, “-gi” o “-ki” de muchos apellidos okinawenses. Todos derivan del kanji “castillo”. Por lo tanto, encontramos Kanagusuku/Kanashiro; Ogusuku/Oshiro; Miyagusuku/Miyashiro/Miyagi; Tamagusuku/Tamashiro/Tamaki; Yamagusuku/ Yamashiro. Cada una de estas opciones son reflejo de la época o el gusto de quien así se llama, sin que ni una ni otra signifique una traición al original. Como tendencias, muy vagamente, podriamos decir que “gusuku” suena arcaizante, “-shiro” es la más difunda en Argentina, y que en Okinawa actualmente predominan los “-gi” o “-ki”, levemente “ajaponesados”.
Algo similar ocurre con los pares Toue/Agarie o Arakaki/Shingaki. Escritos en kanji, se trata de exactamente el mismo apellido, aunque en un caso se opta por la lectura onyomi y el otro por el kunyomi. O Gusukuma/Shiroma; Kanagusuku-Kanashiro/Kinjo, formas originalmente idénticas en donde las primeras conservan un aire incofundiblemente okinawense que se hace difuso en las segundas.
Si el mundo de los apellidos en Okinawa tenía sus propias complicaciones, no son pocas las que se plantean una vez que ingresamos en nuestro castellano.

El error, la opción y la identidad
El modo en que fueron registrados los nombres de estos inmigrantes, incluyendo los errores o las diferentes formas posibles y la opción que se haya hecho para su lectura, puede parecer un tema menor. Más de uno dirá, “Ah bueno, pero son convenciones, o errores...”. Sí, sin ninguna duda. Pero, ¿cómo se convence alguien de que después de llamarse toda la vida Shingaki, en realidad, era Arakaki?
Uno, que desde siempre ha aceptado ser conocido como “Iga” sin mutarse, y aprendido a responder cuando lo llaman “Marusero”, debería estar acostumbrado a manejarse entre las diferencias. Pero alguna vez, curiosamente en Japón, he sentido algo de agresividad cuando una persona se empeñaba en llamarme Hika. No es, si se quiere, ni siquiera un error contundente. Una explicación erudita tendrá alguna respuesta antroponímica para justificar la variación. Pero que a uno le cambien la forma de llamarse, aunque sepa de nacimiento la posible alternativa, no deja de envolver una cuota de violencia.
Vista en retrospectiva, esa modificación, sutil o terminante, a medida que transcurre el tiempo puede resultar definitiva. De Asato a Ashato a Gusukuma y Shiroma, desde el error y la opción, se consolidan formas que, en el tiempo, se van diferenciando entre sí, hasta hacerse mutuamente irreconcibles.
Reconstruir y encontrar las variaciones y opciones tiene, entonces, importancia, porque en cada una se inscriben historias particulares, con sus propias lógicas, circunstancias y significados.

Con carencias y errores, heterodoxias y curiosidades, la base de datos del Cemla es un paso importante para recuperar los nombres de  los que descendieron de los barcos. Cualquier vecino puede hoy hacer el intento de encontrar el registro de ingreso al país del abuelo o de la tía simplemente tecleando su nombre en Internet. O por lo menos intentar armar desde allí el rompecabezas que lo llevó a llamarse como se llama.