Miércoles, 08 de Febrero de 2012
Todos los nombres (parte I)
Escrito por Marcelo G. Higa   

La memoria registra algunos nombres, pero, después de un par de generaciones, la mayoría se nos pierde en un océano confuso que el tiempo y el idioma tornan incomprensible. Incluso para uno -más o menos habituado a transitar la nomenclatura inmigratoria- resulta complicado reconocer hasta a los propios parientes. Trazar las líneas que nos conducen hasta los que desembarcaron de la madre nave, adentrarse en los nombres de la inmigración, se plantea, entonces, como un doble desafío: por un lado, recuperar las individualidades de quienes, paso a paso, forjaron este medio que llamamos la colectividad, y, al mismo tiempo, desandar un camino centenario cuyas referencias, muchas veces, se nos escapan. Una búsqueda, por momentos, desconcertante, pero que, una vez que empezamos a atar cabos, se hace tan apasionante como un adictivo video juego. Un recorrido por los primeros nombres de la migración okinawense que nos habla de la memoria y sus herramientas.

 

De nombres y apellido

Llamarse en Okinawa
Durante el Reino de las Ryukyu, Okinawa era una sociedad claramente estratificada. Los nobles (samuree o, más popularmente, yukatchu) tenían su ámbito natural en Shuri e inmediaciones, y conformaban, más que una clase guerrera, la burocracia al servicio del rey. Los campesinos del pueblo raso (hyakusho), como no podía ser de otro modo, vivían en el campo, y eran quienes, bajo el dominio de un administrador de la nobleza, se encargaban de proveer la comida y los recursos al reino.
Cada uno en su debido lugar, las distinciones iban desde la vestimenta hasta el lenguaje, pasando, naturalmente, por los nombres. Había nombres para la aristocracia, para la nobleza samurai y para campesinos; ajaponesados y achinados; nombres del clan familiar y nombres de la “casa”; seudónimos, sobrenombres, nombres “de infancia”, en fin… Toda clase de indentificaciones para que quedara bien en claro quién era quién y nadie se pasara de la raya.
La diferencia fundamental era que mientras los nobles debían consignar su abolengo en los registros genealógicos oficiales, a los campesinos no se les permitía ese recurso de la memoria. El populacho era, en ese contexto, una masa “sin nombre”. Por otra parte, mientras los primeros podían asumir denominaciones a la usanza japonesa o china, los segundos debían transcurrir la vida con el único nombre que se les asignaba al nacer, el warabinaa.
El warabinaa era, si se quiere, la forma idiosincrática de identificarse de los ryukyuanos. Desde el rey hasta el último de los campesinos, lo íntimo y cotidiano transcurría bajo esos vocativos. Pero en donde un tipo cualquiera hubiese sido, digamos, “Jiraa” (lit. “Segundo”), a los nobles se les permitía incorporar el prefijo Umi- o el sufijo–gani (honorificos que le imprimían un toque refinado al nombre), y, en el caso de los príncipes y la aristocracia de más alto rango, ambos. Si Jiraa fuera Segundo, Umi-Jiraa o Jiraa-gani serían algo así como “EstimadoSegundo” o “Segundoquerido” (ok, el refinamiento se perdió en la traducción), y Umi-Jiraa-gani algo así como “MiestimadoSegundoquerido” o “masacapoSegundosos lomásgrandequehay”. El último de los reyes del las Ryukyu, Sho Tai, se hacía llamar así cuando quería relajarse y pasarla en familia.
El catálogo de los warabinna era, de todos modos, muy reducido. De ahí que el universo aldeano estuviera poblado de tortugas (Kame), cigüeñas (Tsuru-Chiru) y pinos (Matsu), ollas y cacerolas (Kama, Nabe-Nabii), cocinas (Kamado), toneles (Taru), montañas (Yama), hasta vacas y toros (Ushi, sí) y, cada tanto, algún virtuoso (Toku). Pero no mucho más. Los nombres de las primeras décadas de la migración testimonian esta situación.
Esos nombres, que traducidos hoy nos provocan cierto estupor, pertenecían al limitado stock de warabinaa que se transmitían de abuelos a nietos e, incluso, eran compartidos indiscriminadamente por niños y niñas. Vivir mucho como las tortugas, ser generosas como las vacas, sólidos como montañas o imprescindibles como una buena cocina, eran las formas naturales con que el afecto okinawense nombraba a sus críos.

Nombres nobles
Volviendo a la sociedad tradicional, lo que podríamos denominar “apellidos” eran privilegios de aristócratas y nobles. Se trataba, por lo general, de topónimos vinculados a la región de origen o a los dominios bajo su jurisdicción. En el tope, el príncipe heredero, por ejemplo, era conocido como Nakagusuku Oji, o Nakagusuku Udun, porque tenía a su cargo (o sea, recibía su renta de…) dicha región o majiri, la unidad administrativa tradicional. Lo mismo puede decirse en el caso de los príncipes y antiguos líderes regionales (aji o anji), quienes eran identificados con sus majiri de origen (Nakijin, Katsuren, etcétera).
Con la misma lógica jurisdiccional, la nobleza de mayor jerarquía (los ueekata, peekumii o peechin, satunushi peechin, chikudun y una serie de rangos menores) adoptaba como kamei (literalmente, “nombre familiar”) los nombres de los distritos o aldeas a su cargo.
Este kamei se combinaba con el nombre al estilo japonés (yamatunaa) que los muchachos de abolengo asumían cuando ingresaban en la adultez (nanui). En esos casos, el primero de los caracteres (nanui-gashira), por ejemplo, Shin-, solía transmitirse de generación en generación, no solo al primogénito, sino a todos los hermanos. La repetición de los An-, Cho-, Ho-, Ryo-, Sei-, Ya-, Zen-, etcétera, en muchas familias de nuestro entorno responde a esa costumbre aristocrática, que se mantuvo cuando los nobles dejaron de ser lo que habían sido, y, por efecto “samuraización”, se extendió también a la gente común cuando se les permitió (y sobre todo, exigió) tener nombres a la modalidad japonesa.

Las complicaciones de llamarse en japonés
El apellido y nombre, tal como estamos habituados ahora, se difundió recién con la modernización, o sea, hace unos 140 años, cuando se produjo la disolución del reino y la incorporación de las islas al estado Meiji. A partir de entonces, las necesidades de la propiedad privada, la escuela y la conscripción hicieron necesaria una forma más precisa para identificar a los ciudadanos. El yamatunaa se convirtió en una identidad pública, vinculada, primero, a la escuela y, una vez adultos, al servicio militar, o a la emigración.
Desde una perspectiva argentina, de todos modos, la difusión del nombre y apellido no significó necesariamente mayor distinción. O sí, pero no tanto. La igualación de nobles y campesinos bajo un mismo código onomástico ciudadano promovió la individualización. Pero, más allá de la valoración democrática que dicha medida merezca, esta circunstancia nos genera un nuevo desafío lingüístico.
Mucho tiene que ver la tendencia a la concentración y repetición de lo que, para los hispanohablantes, son simplemente sílabas. Tomemos, por ejemplo, una breve selección, digamos: ki, sei, ei y ko. Sobre doce combinaciones posibles, obtenemos un surtido de,  por los menos, ocho que se encuentran con facilidad en cualquier lista de inmigrantes: Kisei, Seiki, Seiei, Eiki, Koei, Kosei, Koki, Seiko. Ahora, cuando pensamos en dimensión kanji, ki puede ser, entre otras posibilidades, 亀 (tortuga), 喜 (alegría) o 輝 (resplandor); sei, 盛 (abundancia), 清 (puereza), 正 (honestidad) o 政 (liderazgo); ei, 栄 (prosperidad), 永 (largura) o 英 (heroísmo); y ko, 幸 (felicidad) o 康 (salud). De modo que los ocho que nuestra limitada lectura alfabética nos permite, son, en realidad, varias decenas, cuya selección, a la hora del bautismo, dependerá de cosas tan variadas como la existencia o no de un nanui-gashira familiar, de las expectativas y gustos de los padres, o de la buena o mala fortuna que el oráculo anunciase para la
combinación de los kanji en cuestión.
De ahí el dilema. Cuando decimos, por ejemplo, “Higa Seiei”, ¿de cuál de ellos estamos hablando? ¿Del puro, del justo, del próspero, o del líder? ¿Del que combina esas virtudes con bravura, honor o perseverancia? La respuesta solo es posible si conocemos los kanji. 清英 清栄 清永 正英. 正栄 正永. 盛英 盛栄 盛永. 政英 政栄 政永. ¿Seiei?

Las mujeres: de la katakana a las –ko
En el caso de las mujeres, para quienes han superado el nivel de japonés básico, el asunto es un poco más accesible. Ellas conservaron durante un tiempo más el estilo warabinaa, por lo que sus nombres son fácilmente identificables, ya que suelen aparecer escritos en katakana. Lo que no se resuelve es el problema de la repetición.
Si uno busca el nombre de una bisabuela o tatarabuela que haya vivido hace 100, 110 años, es altamente probable que la chica se haya llamado: Gojya, Gozei, Kamato, Kame (Kami), Kana, Makato, Matsu, Nabe (Nabi), Tsuru (Chiru), Usa, Uto o unos poquísimos nombres más.
Recién hacia la década de 1920 el impulso por emular las formas japonesas provocó una rápida introducción y aceptación de las Haru, Shizu, Take, Yoshi, a veces con el sufijo –e, y sobre todo –ko, como en las Kiyoko, Natsuko, Nobuko, etcétera, tan populares hasta hace un par de décadas.

El nombre de la casa
Ante tanta profusión de homónimos, en el ámbito poblano la individualización se lograba porque los nombres se complementaban o eran precedidos por el “nombre de la casa” (yannaa o yago). Cada pueblo (un caserío de ciento y pico de unidades) tenía cinco, seis “linajes” principales del que en cada generación se separaban los hijos menores. Por ejemplo, en Soeishi, un pueblo de Nakagusuku, uno de estos grupos de parientes se llama Tamai. Del Tamai del tronco principal se desprenden los Meetamai (“Tamai de adelante”), los Tamaigwa (“Tamaicitos”), los Hentamai (Tamai del sur) y otras ramas colaterales. Si un hijo de los “Tamaicito” se independizara y se fuera a vivir, digamos, a la parte de atrás de la aldea, seguramente derivaría en un compuesto tipo “Tamaigwa del fondo”, y así,  sucesivamente. O hasta que ya no hubiera más lugar en el pueblo y entonces se vinieran a vivir a Argentina, en donde las denominaciones se adaptarían al callejero urbano.
El yannaa fue también una posibilidad cuando hubo que adoptar un apellido. Con originalidad (y para no seguir inflando el número de los Higa, etcétera), en algunas regiones de la isla se optó por utilizar el nombre de la casa como forma oficial de identificación. Cuando nos encontramos con un apellido tipo “Nishinakamasu”, “Maeyoshimoto”, “Higashisonkenjo”, “Maedonchigwa” y otros de longitudes similares, casi con seguridad se trata de un antiguo nombre casero derivado en apellido.
Para algunos, sin embargo, esta prerrogativa fue de poco uso. Los yannaa suelen ser nombres propios combinados con referencias geográficas, como los prefijos Agari- (este), Nishi- (oeste o norte), Mae-(adelante), Kushi-(atrás), etcétera. Pero en algunos pueblos de la isla, la denominación de las casas ignora la toponimia y adopta nombres más graciosos, o densos, que incluyen a las familias de, por decir, “el Pelado”, “el Negro”, “Chiche, el almacenero” o “el Bizco”. En esos casos, obviamente, sus miembros prefirieron buscarse un apellido menos distintivo.

Nombres nobles y nombres populares. Nombre de chico, nombre japonés, nombre de la casa. Cuando los inmigrantes vinieron a la Argentina, detrás de su aparente homogeneidad trajeron consigo numerosas formas de identificarse. Nombres que hoy, separados cultural y lingüísticamente por un siglo y un océano de distancia, se nos presentan como apasionantes puzzles de complicada resolución.