Miércoles, 09 de Noviembre de 2022
Descubriendo al japonés que llevamos adentro
Escrito por Shohan Sakugawa   

UN CAMINO en la búsqueda de la identidad.

Todavía me encontraba excitado y contento cuando llegué al aeropuerto internacional de Osaka, becado para hacer el posgrado en la Universidad de Kobe. A la semana comencé el curso de nivelación de japonés.

Con la rutina diaria de las clases, se me había pasado la excitación y la alegría de las primeras semanas, pero percibí con extrañeza la sensación de que todos los días eran domingo.

No sabía por qué, hasta que lo asocié con las imágenes de los domingos de mi infancia, siempre rodeado por japoneses. Los domingos que íbamos a la quinta de connacionales con quienes habíamos inmigrado desde Okinawa, las reuniones mensuales de Tanomoshi (sistema de ahorro y préstamo), las visitas, los casamientos, cumpleaños y fiestas de la colectividad. Los domingos siempre estaba rodeado de japoneses, picoteaba comidas japonesas y escuchaba japonés.


Paseando por mi primera infancia (en búsqueda del Japón imaginado)
El dormitorio donde residía estaba en Osaka. Los primeros fines de semana, junto con grupos de becarios de otros países, salíamos a visitar las históricas y tradicionales ciudades vecinas de Kioto y Nara; recorrer Umeda, uno de los centros más occidentalizados y modernos de la ciudad, y el barrio de Nipponbashi, donde se concentraban los locales de venta de electrónicos.

 

Paulatinamente, cada cual iba encontrando los lugares de su preferencia. Yo me fui inclinando hacia los barrios populares, en especial los que rodeaban a Namba, centro de la zona sur. Allí se concentra la mayor comunidad de residentes provenientes de Okinawa, entre ellos algunos parientes con quienes convivió mi madre antes de la guerra, cuando fue operaria en una de las tantas fábricas textiles de la zona.                                                                                          Mis recorridas por estos barrios me traían a la memoria la nostalgia con que mi madre hablaba de Dotombori, que yo no sabía qué era, y que recién descubrí en estas recorridas. Disfrutaba de ver los restaurantes alineados a la vera de los canales, las luces, y los aka chochin (lamparones rojos) colgando.
Caminando por los alrededores, sonaban los natsumero -música melódica nostálgica, en boga en los 50´-; los olores de los puestos de comida callejeros, los obreros haciendo una parada antes del regreso a sus hogares. Hasta pude encontrar una sala de cine con películas premiadas producidas en esa época, y que de chico había visto con mis padres en el cine Monumental de Lavalle y, posteriormente, de más grande, en el cine Lorraine de la avenida Corrientes. Estética de los inmediatos años de la posguerra y de los 50.

Sentía lo japonés a flor de piel, como si algo que tenía desconocido, tapado, menospreciado, volviera con fuerza. ¿Será el japonés que llevo adentro que quería decirme algo? Salí a descifrarlo, a averiguarlo.

Tratando de entenderlo
Fui a la mayor librería de Osaka, Kinokunya, y elegí uno del estante de cultura y psicología social japonesa. Hojeándolo, me llamó la atención el siguiente relato:

“Poco tiempo de mi arribo a EEUU -decía el autor del libro- visité la casa de un colega psiquiatra, quien me preguntó si tenía hambre. Recuerdo que tenía mucha, pero pensaba que aceptar dicho ofrecimiento de alguien a quien visitaba por primera vez le causaría un compromiso (meiwaku), por lo cual desistí (enryo), con la esperanza que insistiera, lo que no ocurrió y me quede con hambre”.

¿Cuántas veces nos ha ocurrido lo mismo, pensando que la persona que nos lo ofrecía, si no tenía estrecha relación con nosotros, lo hacía por compromiso, por lo cual desistíamos? Probablemente pensaríamos que desistíamos simplemente por timidez y no como una actitud heredada culturalmente.  El autor, el psicoanalista Takeo Doi, afirma en este libro, “Amae no kozo” (Anatomía del amae, 1971), que los americanos están educados en una cultura que enfatiza la afirmación individual, la necesidad que cada cual exprese sus deseos. En la sociedad estadounidense, nada sucede a menos que uno inicie la acción que desee, mientras en Japón están educados para intuir las necesidades del otro, y actuar en consecuencia, aun restringiendo las propias necesidades en pos de la armonía del grupo. ¡Cuántas veces me privé de preguntar, expresar opiniones, o solicitar cosas, y en caso de hacerlo, sentía que me costaba más, mientras que los descendientes de otras colectividades occidentales lo hacían con mayor naturalidad! Generalmente, atribuía esta vacilación a la timidez o alguna debilidad de mi carácter, pero muy pocas veces a la herencia cultural recibida. Al japonés que llevamos adentro.

Cultivamos el bajo perfil (hikaime) para no causar molestias (meiwaku) con acciones, opiniones y deseos cuando difieren de los otros, por lo tanto tratamos de refrenarnos (enryo). El no preguntar, no afirmar nuestros deseos, mantener un bajo perfil, están reforzados por el miedo a pasar vergüenza. Aún sin considerar el rostro que nos diferencia inmediatamente del resto, la sensibilidad a la mirada del otro es más fuerte que en los argentinos de ascendencia occidental.
Respecto a la vergüenza, la antropóloga social norteamericana Ruth Benedict en su clásico libro “El Crisantemo y la Espada. -Patrones de la Cultura Japonesa-, describe a la cultura japonesa como la cultura de la vergüenza, en contraposición a la occidental, que define como la cultura de la culpa. El mérito de la investigación en que se basa este libro, es que fue realizado en plena guerra con Japón, estudiando a la comunidad nikkei residente en Estados Unidos, o sea estudiando lo japonés que llevaban adentro los nikkei americanos.

Además del peso de la vergüenza, como nikkei criados dentro de una cultura occidental, también nos influye el peso de la culpa.

Recuerdo una vez cuando llegué tarde a mi trabajo en el Banco de Tokio Buenos Aires, y traté de justificarme diciendo que el despertador no funcionó y que después por salir más tarde me encontré con el tránsito congestionado. Vi que a cada palabra o argumento que agregaba, el semblante de mi jefe iba cambiando, pero en ese momento no me dijo nada. Pero a la salida de la oficina para regresar a mi casa, me llamó aparte y me dijo las siguientes palabras: "A nosotros, los japoneses, nos molesta que traten de justificarse, independientemente de que sea verdad o falso, pues, por ejemplo, a la excusa del reloj descompuesto se podría contra-argumentar que antes de acostarse habría que revisarlo”. Y así continuar en una seguidilla de argumentos y contraargumentos. En Japón se dice la siguiente frase: "Mosi wake arimasen", que significa "no hay motivo que justifique esta falta", para después expresar la voluntad de hacer todo lo necesario para no volver a repetirlo.

El no reconocer la culpa exaspera al japonés.

No olvido el rostro crispado de mi padre cuando yo no reconocía una falta y llenaba de argumentos para zafar. Y el me decía, despectivamente, "rikutsupoi"(discutidor).

Según el lugar, compórtate
Cuando estás en clase, concéntrate y escucha. Cuando estas de diversión, diviértete. “Benkyo suru toki, benkyo se” “asonde iru toki, asobe”. Era una máxima que mi padre repetía frecuentemente para explicar que había que concentrarse y comprometerse con lo que estaba haciendo, y no mezclar los tantos.

En una ocasión, el profesor encargado de nuestra tesis en la Universidad en Kobe, al terminar su clase, nos llevó a un barcito con su típico akachochin que conocía y donde también iba con sus colegas. Allí se lo veía más relajado y amable que en clase. Después de varias copas, se “descartonaba” llegando hasta decir chistes subidos de tono, aún frente a sus alumnas, que se mostraban sorprendidas. Al día siguiente, volvía a su rol de profesor con toda la seriedad y formalidad de tal, todo lo cual contrastaba con el comportamiento de la noche anterior.

Estudiosos de la psicología social y la cultura japonesa lo definen como moral situacional. Desde los cánones de occidente sería visto como conducta esquizofrénica.
Otro caso similar son las empresas cuando el jefe invita a su subordinado a tomar unas copas después de la jornada laboral. En ese ámbito se establece un diálogo entre iguales, donde se aclaran muchos malentendidos: el jefe escucha quejas o demandas que serían inapropiadas en el lugar de trabajo, a riesgo de romper la disciplina vertical de la organización.