Lunes, 30 de Agosto de 2021
El legado infinito

EN MEMORIA de Olga Asato, atleta e impulsora del deporte dentro de nuestra colectividad.

Olga Asato junto con Masaya Higa, luego de dejar la práctica del atletismo se pusieron el equipo al hombro y ofrecieron su valioso tiempo para entrenar durante muchos años a atletas nikkei que deseaban realizar este deporte. En este rol pudieron preparar a atletas para tres torneos Confraternidad Nikkei (Brasil 1984, México 1986 y Perú 1989). Gracias al libro La Posta Infinita pude saber no solo sobre la trayectoria deportiva de Olga, sino también conocerla a ella en persona. En una primera charla surgida en una reunión junto con sus amigas de atletismo de toda la vida, en aquella ocasión Irma Asato y Mirta Maegibo, Olga me habló de su admiración por Carl Lewis y de su impresión por haberlo visto correr y saltar en el Mundial de Tokio, allá por 1991, en la época que ella estaba trabajando en Japón. ¿Cuándo supe más sobre ella? No en esa tarde de café sino entrevistando a otras personas que la conocieron en su etapa de atleta y también de entrenadora. Me transmitieron lo agradecidas que estaban con Olguita. Por la ayuda que significó para ellas su presencia y aliento en los entrenamientos. Sabiendo todo esto, dos años más tarde, cuando se hizo el desfile por el 50 aniversario del Torneo Intershichoson no dudé un segundo en darle la bandera a ella para que encabece la fila de Nakagusuku. Por supuesto que aceptó y ahí también dejó su huella. Le dije con total honestidad: "Olga, me hubiese gustado haber sido atleta en tu época de entrenadora".

Gracias a personas como Olga Asato, este deporte sigue y seguirá de pie. No lo digo yo, de alguna forma lo dicen las personas que la supieron conocer. Muchas gracias, Olguita. ¡Que descanses en paz!

Por Diego Higa,
autor del libro “La posta infinita”

Competir, integrar y compartir

Quién sabe si alentadas por el éxito de Tokio 1964, en los años 60 del siglo pasado hubo en la colectividad japonesa una intensa actividad deportiva. Los inmigrantes habían trasplantado su gusto por el sumō y eso era acaso una forma de contactar con las festividades del pueblo. Algunos jóvenes se inclinaron por la novedad del bēsubōru, ese juego norteamericano igualmente exótico en estas tierras. Los más purretes, criados en el universo barrial, respondieron rápidamente el llamado del potrero y asimilaron sin ambages el lenguaje igualitario de la pelota. En este abanico recreativo, el atletismo surgió como una disciplina modernizadora, una propuesta niveladora que convocaba a chicas y chicos por igual, cuya consigna, el mandato coubertiniano: Citius, Altius, Fortius. Correr por correr. Saltar por saltar. Esforzarse por el esfuerzo mismo. En las pistas de Burzaco o Castelar, los descendientes de inmigrantes comenzaron a cultivar su propio sueño olímpico. Y en esa vorágine de una sociedad en crecimiento, veníamos nosotros. Primero tomados de las manos de nuestros mayores, luego liberados por una pelota fútbol, de vóley o un testimonio. Y con el correr de los años fuimos esperando esos campamentos de Naka donde a la medianoche nos íbamos con nuestras bolsas de dormir a cantar esas canciones junto al lago que hablaban de nosotros, del “presente y nada más”, de “construir torres de caramelos”, y donde “el mundo es un chocolatín”. Una guitarra, los primeros mates y algún cigarrillo en la boca. Veníamos de un tiempo -como dice la letra de una canción- en el que los juegos duraban lo que dura el sol. De recuerdos que hoy están guardados en el corazón…

Por Andrés Asato y Marcelo Higa
(A Olguita Asato y a esa muchachada que en el deporte y en el juego nos enseñaron que crecer es integrar y compartir.)