Lunes, 18 de Enero de 2021
Shijimiré
Escrito por Por Adryana Shimabukuro   

LEGADO. De aquellas pioneras a sus descendientes muchas cosas han ido cambiando, y sin embargo otras tantas aún están latentes.

Mis obaa-chan se llamaron Fuji Arakaki y Kamei Higa. No poseo fotografías donde estemos juntas. Las que conservo son, digamos, fotografías mentales que se instalaron en mi memoria y que con el paso del tiempo se hicieron cada vez más emocionales. Quizás el temor a que se desvanecieran algún día hizo que aceptara este desafío, al que me invitó mi amigo Emilio Matsuyama de La Plata Hochi, de escribir sobre ellas, mi mamá y mis hijas, y los cambios que vamos transitando en el pasaje de una generación a otra.

 

Creo que recién en la edad adulta, y por influencias de mis primos menores, empecé a llamar a mis abuelas “obaa”. En mi niñez, yo me refería a ellas como mis abuelas. Mi “abuela de Maza”, que remitía a la calle en Almagro donde la mamá de mi papá vivía; y mi “abuela de Monte Grande”, la ciudad donde los troncos de los árboles estaban pintados de blanco, y donde vivía la mamá de mi mamá. También en una época, muy feliz, por cierto, estaba “mi abuela de Catamarca” que era la esposa de mi bisabuelo e indefectiblemente su recuerdo es portador del cariño de Seyrio y su presencia en mi infancia.

De mi abuela de Maza, Fuji, conservo muchos, pero muchos recuerdos. Es decir, decenas de imágenes fotográficas, insignificantes para cualquiera, pero llenas de vida y color para mí. Entre Fuji y yo, nunca hubo conversaciones significativas. De esas que pudieran traspasar el tejido del tiempo. Sin embargo, trasciende una frase que solía escuchar en mis vacaciones de verano en su casa: “Adriana, shijimiré” (“Adriana, ordená, limpia”). No lo decía una vez sino varias veces al día. Si este fuera un texto escrito por mis hijas, seguramente estaría poblado de emojis.

Pero ese verbo, “shijime”, no surge en vano. Y no lo traigo a este párrafo por su significado literal en castellano, sino por todo lo que ella representa en mi vida. Sin duda, el verbo está asociado al temperamento de mi obaa Fuji y a la fórmula que eligió para superarse, esfuerzo más trabajo constante, para poner orden en su vida. Enviudó muy joven, cuando mi papá, el mayor de sus hijos, tenía menos de diez años.

Durante esas vacaciones, yo tenía que poner orden en el mostrador de la tintorería, hacer los repartos con alguno de los tíos, empanar milanesas, lavar platos, barrer el patio, pasar el trapo a los muebles del living-comedor. Pero, así como había obligaciones, había también lugar para algunas recompensas, como disfrutar de la atención de mis tíos más jóvenes, Mónica, Roberto y Horacio, jugar a las cartas hasta tarde con ellos, contar chistes, ir al cine y comprar pizza por metro.

Nunca pude darle un abrazo a Fuji. Recuerdo alguna vez que, al ir o volver del aeropuerto, me tocó viajar sentada sobre las piernas de mi abuela. Era muy normal antes, no había tanta conciencia sobre la seguridad o los accidentes viales. Viajábamos mucho más que cinco personas en un automóvil; yo tendría seis o siete años. Me sentía grande para viajar de esa manera y los brazos de mi obaa oficiaban de robustos cinturones de seguridad. Por ese entonces, yo vivía esa proximidad, obligada por el escaso espacio, como una incomodidad. Sentía que sus brazos me ajustaban a ella y yo quería ir más libre, estar más cerca de la ventanilla o tener mi propio lugarcito en el asiento. ¡Qué tonta, por Dios! Hoy recuerdo la metáfora de ese cinturón como el abrazo añorado de mi obaa Fuji.

Muy asociada a la imagen de “mi abuela de Maza” están mis tías, las tres hermanas de mi papá. No puedo pensar una familia sin ellas y sin sus hijos, mis primos. Es difícil pensar una Nochebuena que no se pueda celebrar en Maza y cuando por alguna razón, como hoy, no nos podemos reunir, se siente la falta, el vacío. Es difícil explicar para los maridos y las esposas que se suman, que encima tienen que soportar a un familión que habla y se ríe, a niños que lloran y gritan, todo al mismo tiempo. Pero creo que con los años van comprendiendo que, para nosotros, Fuji vive en ese encuentro, en esa unión, en ese pedacito de la calle Maza donde nos gusta amontonarnos y generalmente guardamos poca distancia social.

Más hacia el sur está el recuerdo de Kamei. Siempre al lado de Kichizen. De ella poseo muchos menos recuerdos, porque vivían más lejos y las reuniones eran más esporádicas: el día del Padre, el de la Madre y Navidad. Pero yo esperaba todo el año para ir a Monte Grande, porque para mí esa ciudad, esa casa, eran una fiesta, eran mis cuarenta primos, el poli-ladron, correr frenéticamente desde el interior de la vivienda, hasta cualquiera de las esquinas de la manzana.

Cuando pienso en mi obaa Kamei viene el recuerdo de la única vez que nos visitaron con mi ojii. Tocaron a la puerta y allí estaban sorprendentemente los dos. Recuerdo la sonrisa de Kichizen y su sombrero de esterilla y a mi abuela ataviada en un vestido chemise, a su lado. Cuando pienso en Kamei, pienso en mis seis tías y en mi mamá. Cada una tiene algún rasgo personal que me remite a ella. Su delgadez, su forma de andar, su cabello, su voz, sus silencios, su historia. Es como armar un rompecabezas que me permite reconstruirla y conocerla un poquito más.

Para escribir estas líneas, todo el tiempo tuve presente una fotografía. Esta vez no es de mis obaa-chan. Es de mis hijas, en un verano en Tigre. Ambas están recostadas sobre una mantita en el pasto, una a cada lado de mi mamá. Sonríen. Las tres visten sonrisas de felicidad. En la serie que capturó la máquina digital encuentro otras fotografías que retratan muchos momentos de esa tarde de juego, abrazos y diversión. Sin embargo, yo creo que esta imagen resume todo lo que mi mamá ha logrado ser con mis hijas. Y me emociona y enorgullece a la vez.

Obaa Luisa, mi mamá, estudio corte y confección. Recuerdo que en nuestra infancia siempre había revistas con figurines de ropas para chicos, moldes hechos en papel madera de la tintorería o incluso en diarios o revistas y que la máquina de coser siempre tuvo un lugar preponderante en la tintorería o en la casa. Ella no eligió ser modista, le hubiera gustado ser profesora de Historia. Pero la máquina se convirtió en una herramienta, un medio de vida, que ayudó a la economía familiar y también a su sociabilización cuando los hijos nos hicimos grandes y ya no le reclamábamos toda su atención.

En las vacaciones, mis hijas suelen pasar algunos días en la casa de ojii y obaa. Ellas aguardan todo el año para despertarse con los abuelos y cansarlos de jugar al burako, robarles la tele o la compu, conversar con ojii y aprender a coser al lado de obaa. Las divierte hacer sus propias cosas: muñecos, antifaces para dormir, espadas Jedi, vestiditos para las muñecas y lo que la imaginación les deje. Esos rituales convirtieron a la máquina de coser de Obaa en el juguete más deseado para Emma, mi hija de nueve años.

Y cuando llega la noche, y nos comunicamos con ellas, con mi marido les recordamos que deben ayudar con las tareas de la casa. Es un “shijimiré” actualizado, pero con el mismo espíritu de mi niñez. Entre las paredes de mi infancia refuerzan lo que les enseñamos en casa. Y al mismo tiempo, aprenden a cuidarse, a ser mejores hermanas, y a entender lo que Roxi y Andrés son para mí. En esa rutina, que Sofi y Emma reproducen cada verano, sin dudas hay un legado grande, muy grande, que algún día sabrán descubrir y también transmitir.

En sus vidas hay tíos, tías, madrinas, padrinos y primos. No tanto como los de mi niñez. Pero los suficientes como para poder darles un sentido a sus propios recuerdos y fotografías.

A pocas cuadras, hasta hace muy poquito, vivía la abuela Eugenia. Ella las esperaba siempre. Y no importaba cuántas horas o días llevara sin verlas, siempre se maravillaba por lo lindas que estaban sus nietas. “¡Cómo crecieron!”, decía, a pesar de que las había visto el día anterior. Todos nos reíamos con su forma de expresar que las había extrañado. Eugenia es la abuela que les dejó en la sangre el apellido Poloni y una historia en Salto Grande, Santa Fe. La nonna que no salía de su casa sin ponerse perfume y lápiz labial pero que, por sus nietas, estaba dispuesta a despeinarse para oficiar de bruja mala y gatear por el piso a sus 80 y tantos años. Es la abuela a la que no le faltaban flores en sus floreros, que preparaba como los dioses el arroz con leche, las milanesas y los tomates rellenos.

Cabe preguntarme ahora, antes de cerrar este texto, si del pasaje de una generación a otra muchas cosas han cambiado… Con certeza, digo: mis habilidades para coser o cocinar  . Pero, lo demás, creo que está ahí, latente… Quizás haya que dejar correr el tiempo y volver a formular esta pregunta en algunos años. Y, posiblemente, por qué no, yo pueda hacerle justicia a las generaciones que me precedieron y mejorar, por qué no, mis competencias en la cocina o en el corte y confección.