Viernes, 16 de Diciembre de 2011
Sobre la comunicación sin palabras, la diversidad de culturas y la identidad
Escrito por Federico Maehama   


La autora del libro de cuentos Catástrofes Naturales acaba de publicar su primera novela: Flores de un solo día. Nacida en Nueva Orléans, e instalada desde hace casi 10 años en Buenos Aires, señala que el escribir en un idioma distinto al de origen le resulta “más visual y sonoro”, y que “la literatura ayuda a guardar las memorias y los recuerdos”.

“Las palabras parecen muy traicioneras”, señala la escritora de origen norteamericano, Anna Kazumi Stahl. En su primera novela, Flores de un solo día, escrita en castellano y editada por Planeta, hay un personaje, Hanako, a la cual “pocas cosas” le comunicaban algo. “Las palabras no lo hacían, por ejemplo. Eran poco más que sonidos y no portadores de significados, o bien perdían sus significados antes de llegar al oído”. Stahl misma señala que “suena raro que lo diga una persona que se dedica a la escritura”, pero una de las razones está “en escribir en otro idioma. Es como si estuviera pintando. Uno desconoce cuál es el tono, la resonancia, qué asociación haría un hablante nativo con esas palabras. Para mí es parte de la construcción de imágenes o algo más sensual. Escribiendo en otro idioma todo es más visual, más sonoro”.

Es que Stahl, profesora de inglés y traductora, se instaló definitivamente en Buenos Aires en 1995. Ya había estado durante dos meses en el 88 para realizar estudios intensivos de castellano. Volvió en el 91 y permaneció durante dos años para hacer investigaciones para su tésis. En 1997 le publicaron Catástrofes Naturales, su primer y único libro de cuentos, escrito también en castellano.
-Al no tener un dominio de la lengua, ¿no sintió miedo al momento de escribir? -
Quizás si fuera más responsable hubiera sentido miedo, pero realmente me sentí con un permiso a ser lúdica. Cuando escribía en inglés se me contagiaba todo ese mundo académico e intelectual de cuando estudiaba crítica y teoría literaria. Sentía mucho peso en la textura de lo escrito. Con el castellano, como no tenía tantos recursos, sentí como una especie de liberación. Poder manejarme con pocas palabras, con menos sutileza, hizo que pudiera ver todo más sencillamente. Supongo que podría llegar a escribir en inglés, pero no es lo mismo poder escribir en este idioma porque ya lo tengo asociado con una libertad de movimiento, de la imaginación y con una especie de inocencia perdida, como si pudiera volver a tener una primera inocencia. En el inglés siempre puedo predecir el efecto que va a provocar alguna frase o escena. Tengo la sensación de que voy escribiendo y ya sé lo que va a venir.
Stahl confiesa que se crió “en una comunidad japonesa que era muy rara” de Nueva Orléans, donde vivían alrededor de 100 familias. “La mayoría eran nisei (descendientes de primera generación), y también había una minoría de japoneses que habían llegado en los 60 y en los 70 para realizar negocios comerciales”. Otra minoría era la que conformaban las mujeres que se habían instalado en los 50. Estaban casadas con soldados norteamericanos, hombres blancos, y por eso eran miradas de manera extraña dentro de la comunidad”.
Hija de madre japonesa y de padre norteamericano descendiente de alemanes, Stahl se interesó por esas historias, por esas observaciones de la vida diaria, que le sirvieron para escribir Flores de un solo día y los cuentos de Catástrofes Naturales. “Eran relatos de la guerra, del colapso, de la pérdida cultural”, explica. “Me parecían muy interesantes. Recuerdo haber escuchado conversaciones acerca de las novias de guerra. Habían tenido una vida muy dura. Muchas veces sus esposos no eran como mi padre, quien se interesaba por la cultura japonesa. Esas mujeres estaban casadas con soldados. Me resultaba interesante la problemática de la identidad de ellas”.
-El tema de la inmigración, de la identidad, está muy presente en la literatura argentina actual. Recientemente, un joven autor, Maximiliano Matayoshi, resultó premiado en México por su primera novela, Gaijin; el último premio Clarín a la novela, Las ingratas, de María Guadalupe Henestrosa, y Mamá, del periodista Jorge Fernández Díaz, abordan estos temas, al igual que Flores de un solo día también.
-Estamos viviendo cada vez más una cotidianeidad de mezclas de culturas. La literatura ayuda, por un lado, a clarificar las identidades que se van fusionando, y por otro, a guardar las memorias, los recuerdos, y a elaborar lo nuevo, que es cómo se mezclan. Para mí fue importante escribir sobre eso pero quitándole exotismo. Quería que Aimée (el personaje central) fuese una persona normal y a su vez poder delinear su origen japonés. Es muy importante poder hacerlo sin miedo a pérdida. Gran parte de la función de la literatura es guardar la memoria.
-Usted estuvo estudiando acerca de la relación entre la inmigración y la ficción. ¿A qué conclusión llegó?
-Cada capítulo de mi tésis trataba sobre un país que hubiese vivido una fuerte ola inmigratoria, y que luego produjo una literatura en una segunda generación, como si fuese la literatura de una minoría. La inmigración forma una minoría dentro del país y es suficientemente grande y autoidentificada, autoconsciente con tal de producir una literatura propia que se distingue de la nacional. Hay escritores japoneses que escriben de esta fusión particular que sería el ser norteamericano y japonés a la misma vez.
-Además la identidad es muy importante para una colectividad.
-Creo que sí. Yo elegí a la segunda generación porque es la visagra. Están ahí para rendir homenaje a los que originalmente vinieron de la cultura madre y, por otro lado, para hacer de puente a lo que es la cultura huésped. Uno tiene una doble identificación, que no es puntualmente excluyente. Siempre lo hablo con mis hermanos porque la gente a menudo nos pregunta si no estamos confundidos, si no nos sentíamos divididos. Pero es una duplificación, no es la mitad de cada uno, sino el doble.
-En su caso, ¿sería una triple identidad?
-No me siento argentina todavía. Entiendo que los argentinos aceptan muy bien a la persona “diferente”, comparado al estadounidense. De hecho, dicen: “Ah, que diferente tenés… así, asa; tenés tal detalle, ¿de dónde sos?; ¿cuál es tu religión?”. Preguntan un montón de cosas, por lo que entiendo que hay una relación más sana con “la diferencia”. En los Estados Unidos directamente no preguntan, como si tuvieran miedo de tocar el tema.
-¿Qué es lo que le atrajo de la Argentina?
-El modo de ser de los porteños. Las culturas que influenciaron mi crianza son bastante estructuradas que tienen como un preconcepto de que se puede calcular las cosas; que se debe poder vivir según códigos que se imponen a la vida. Acá me di cuenta de que hay una manera de vivir que responde a lo que se le presenta a uno, más dialogable, como si fuera en parte a una respuesta, a lo que la vida te da, en vez de salir al mundo y decir: “Hoy hago esto”. No tan estructurada. Ahora vuelvo a los Estados Unidos y me parece muy sofocante. Me acuerdo cuando comencé a vivir aquí. Pensé: “!Qué abrumador!”. Pero ahora me parece muy vital.
-¿Con la situación actual no se arrepiente?
-No, porque en definitiva no vine por una cuestión económica, sino por la calidad humana. Por más que haya una sensación de conflicto social o problemas graves, la calidad humana es incomparable. Estoy lejos de sentirme decepcionada.
El argumento de Flores de un solo día se centra en Aimée, que es, al igual que Stahl, de Nueva Orléans, y de madre japonesa y de padre occidental. Con ocho años, Aimée es enviada a Buenos Aires por un abuelo postizo. Junto a ella viaja su madre Hanako. La idea es que vivan temporariamente en esta ciudad. Pero el tiempo pasa, Aimée crece, se casa y olvida su pasado. Pero recibe una carta de Nueva Orléans en donde se la vincula como heredera de una fortuna. A partir de allí aparecen los recuerdos, difusos, de su niñez.
Hanako, la madre, tiene “atrofiada y por lo tanto anulada la capacidad de la comunicación por medio de signos, señas o palabras”. Aunque posee una “manera tan propia de tocar las cosas, como si dialogara a través de las manos”. Con Aimée tiene un gesto característico. Con ambas manos acaricia la cara de su hija que –se explica en la novela- “es el vocablo más elemental para comunicar la contención, la promesa incumplida que en palabras es te cuido, te protejo, te beso…”.
-Hanako es un personaje muy especial.
-Estaba muy interesada en Hanako. Desde mi libro de cuentos que estaba buscando ver el choque de las culturas, el de la occidental en alguna versión y la japonesa. Buscaba explorar modos de encuentro y desencuentros que pudiera armarse una japonesa frente al mundo extranjero, y muchas veces frente al mundo masculino, porque entra en relaciones con un hombre de otro mundo. Esa relación permite armar un vocabulario de diferencias. Cómo esa persona lidiaría con esas diferencias. Me quedé con mucha curiosidad sobre esa sensibilidad. Una vez moldeado el personaje, con sus problemas fisiológicos, empecé a imaginar cómo sería tener una comunicación mucho más pura, más directa.
Hanako se comunica y se expresa a través de los arreglos florales que realiza, a través del Ikebana. Para Hanako “sólo existen las flores que se usan en el día. La flor que no se mira, se huele y se disfruta ese mismo día, después no está más. No hay flores de un segundo día porque hay otras flores, nuevas, frescas, las hay y las va a haber siempre, y entonces no se guarda ninguna porque no va a hacer falta”.
“Y es que el amor espera siempre / que el mismo objeto que encendió la llama / que lo devora, sea capaz de sofocarla. / Pero no es así. Cuanto más poseemos, / más arde nuestro pecho y más se consume. // (…) Todo, empero, es inútil, vano esfuerzo, / porque no pueden (los amantes) robar nada de ese cuerpo, / única cosa que en verdad desean (…), escribió Lucrecio, citado por el escritor argentino Santiago Kovadloff en El silencio primordial. Si Sagawa, por su goce desmedido, por la carne inaccesible, ha llegado hasta donde la comprensión racional no sabe hacerlo, su impotencia, su sufrimiento por la imposibilidad de poseer a la “amada”, a la “deseada”, le han hecho decir: “Comer a esta chica fue una expresión de amor. Quería sentir en mí la existencia de una persona que amo”.
“Tendríamos, en este caso, la ´exportación´ de técnicas de administración y gestión (control de calidad, just-in-time) probadas y descubiertas por los japoneses. Como dice Benjamin Coriat, se formó una verdadera escuela japonesa de gestión y producción, distinta de la escuela clásica norteamericana (Taylor y Ford), cuyas consecuencias traspasan las fronteras nacionales´. De allí, toda la discusión entre los sociólogos del trabajo alrededor de la existencia o no de un «modelo japonés», o entre los administradores de empresa, sobre un management típicamente japonés. Este movimiento no se restringe a la esfera económica. Diversos autores destacan la existencia de una «exportación cultural», desde técnicas de combate (judo, aikido, kendo) hasta elementos más recientes como karaoke, manga, videojuegos”.