“La memoria es algo extraño”, cree Toru Watanabe, el protagonista de Norwegian Wood, la novela de Haruki Murakami que acaba de editarse en castellano con el título de Tokio Blues. Sí, podría haber enfatizado él, porque recordó aquel bosque, aquel prado. Olió la hierba, sintió el viento en la piel y oyó el canto de los pájaros, todas imágenes del otoño de 1969; de una etapa, la de sus 19, casi 20 años, que han vuelto cuando él tenía 37. Fue a bordo de un Boeing, durante el descenso del avión en el aeropuerto de Hamburgo, también en otoño. Ya había visto cómo la tierra se teñía de gris; ya había escuchado por los altavoces una versión ambiental de Norwegian Wood, el clásico de Los Beatles. Ya había pensado en el tiempo perdido, en las personas que habían muerto y en los sentimientos que jamás volverán. Toru supone que el cuadro que ha pintado está desierto. “No hay nadie -dice-. (…) “Conservo un decorado sin personajes”.
Pero 18 años atrás, sí hubo “personajes” allí, en ese “decorado” que conformaban el verde profundo y brillante de las laderas y las espigas de susuki balanceándose al compás del viento y las nubes coronando las cimas azules de las montañas, y otro detalle: los dos pájaros rojos que alzaban vuelo, como espantados por algo. Fue allí donde él escuchó hablar del pozo a Naoko, “la hermosa mujer” que caminaba a su lado; fue allí donde ella, “la adolescente”, le dijo que “si alguien cae dentro, está perdido”. Allí, él le prometió que jamás la olvidaría. Y por eso, en un “presente”, todo lo ha dejado por escrito para poder comprenderlo, porque esa es una “manera de mantener la promesa”. Todos aquellos recuerdos que Toru reproduce son los que pertenecen a su etapa como estudiante de teatro, al triángulo (uno de los tres que aparecen en la novela, una suma que no llega a la perfección) que había conformado con Kizuki, su mejor amigo, quien se suicidó a los 17, y Naoko, la novia de su mejor amigo, y, muy por encima, a una época en la que la suma de poder industrial mas poder académico daba como resultado “el imperialismo japonés”. Es que él habitó en una residencia estudiantil de Tokio -un microcosmo del Japón-, un lugar de convivencia, con reglamentos, sí, pero con un halo de misterio, ya que es dirigida por una fundación “poco transparente” donde se concentran “individuos de extrema derecha”. También conoce a Midori, una joven que destila vida y frescura por cada uno de sus poros; a Nagasawa, un joven famoso por su inteligencia, pero con polos opuestos: cariñoso, por un lado; mal intencionado, por el otro; y a Reiko, la voz de la experiencia y una mujer con un pasado particular, cuyo rostro está surcado por las arrugas, las cuales, lejos de envejecerla, le conferían una “juventud que trascendía la edad”. La historia de Murakami, que en Japón fue un éxito de ventas cuando se publicó, en 1987 (no casualmente el mismo año en el que Toru recuerda los hechos), podría inscribirse en lo que, en teoría, se clasifica como novela de educación o bildungsroman, ya que la transformación del protagonista ocurre con el desarrollo histórico del mundo: “No es un asunto particular -explica el crítico ruso Mijail Bajtin-, privado, sino universal: lo que cambia son los fundamento del mundo, y el hombre, de alguna manera, es forzado a transformarse con ellos”. Con esta novela, “el” escritor japonés de la actualidad y “la voz” de toda una generación, también desarrolla otras de sus inquietudes, tópicos que pueden leerse en toda su obra: el amor, por ejemplo, que para Midori es “un egoísmo perfecto” que surge con un pequeño detalle; la soledad de los personajes, que viven, cada uno, en sus propios mundos; la vida y la muerte (Toru entiende que “la muerte no existe en contraposición a la vida sino como parte de ella”), o la identidad personal, justamente, fundamentada por la memoria. Murakami, que además es traductor de Scott Fitzgerald, John Irving y Raymond Carver, también se da el lujo de hacer crítica literaria, y cita, a través de Toru, a John Updike, Raymond Chandler, Truman Capote y a Fitzgerald, por encima de Kenzaburo Oe y Yukio Mishima, los dos premios Nobel de Literatura. Algunos libros occidentales, a su vez, la sirven, sutilmente, para completar historias personales: La montaña mágica, de Thommas Mann, para Naoko; El Gran Gatsby, de Fitzgerald, para Nagasawa, y Bajo la rueda, de Herman Hesse, para Midori. La música, como se ha visto, acompaña la historia: además de Los Beatles, “suenan” Ravel, Debussy, y Burt Bacharach, entre otros. A través de la memoria -definida como el conocimiento del pasado como tal a través del recuerdo, que supone, además de una imagen presente, cierta apreciación del tiempo subjetivo, el cual, a su vez, implica la subsistencia del yo a través del cambio, no inmóvil, pero sí permanente-, Toru ha repasado otoños, pero también ha crecido, y por eso la imagen, el cuadro que ha intentado pintar, le parece incompleto. Naoko, Midori y Reiko, cada una a su manera, le han pedido que no las olvide. Sin embargo, él cree que el texto que ha escrito, “un receptáculo imperfecto”, posee “recuerdos imperfectos”, “pensamientos imperfectos”. Pero el leer también le hace comprender el pedido de Naoko: “ella intuía que él la borraría de su memoria”. Ella nunca lo amó, y ese es el blues de la historia.
|