Jueves, 01 de Septiembre de 2016
Tan lejos, tan cerca: los argentinos y la cultura japonesa
Escrito por Por Dr. Fernando León*   

OPINIÓN. La distancia entre nuestros países no es un problema para nuestras sociedades, sino un desafío para la política y la diplomacia en los tiempos de la globalización

A principios del siglo XX era algo común, para describir el Japón, recurrir al término “exótico”. Los japoneses fueron, décadas atrás, descendientes de una cultura milenaria, en una remota isla de nuestras antípodas, con quienes había pocos puntos en común, pese a la simpatía recíproca que generaban, precisamente por su singularidad, nuestras marcadas diferencias culturales.

Esta percepción respecto de la distancia que nos separa cambió de modo rotundo en muy pocos años. Repasemos en la memoria colectiva y advertiremos que Japón es hoy, para nosotros, un lugar cercano y hasta familiar; una tierra que evoca, de modo tangible, recuerdos de experiencias compartidas. Su cultura, en sentido amplio, llegó a nosotros bajo infinidad de aspectos y en sucesivas oleadas: hubo un Japón de automóviles y motocicletas; un Japón de relojes, calculadoras y computadoras; un Japón de imágenes, entretenimiento y animé; un Japón de software y de alta tecnología, y hasta un Japón como meca futbolera (llegar a Japón fue y es –con sus copas intercontinentales o su mundial de clubes- el momento culminante de consagración futbolística para los equipos argentinos).
Hubo una Argentina de exportación que transformó sus tangos, sus vinos, sus alimentos y hasta sus cantitos de tribuna en parte del folclore cotidiano de muchos países; hay, del mismo modo, un Japón nuestro de cada día: el de Astroboy, Robotech o Mazinger, el de las historias de Murakami, el del Walkman, el del Pacman y el de tantas otras imágenes familiares de la cultura popular. O incluso más recientemente, el impacto global del Pokémon Go y, del mismo modo, la gigante ola mediática y en las redes sociales que ocasionó el primer ministro Shinzo Abe caracterizando al popular personaje de Mario Bross en el cierre de los Juegos Olímpicos de Brasil para darle la bienvenida a los Juegos de Tokio 2020. Algo extraordinario.

 

Globalización y Liderazgo
¿Cómo explicar, entonces, esta afinidad que vence el recorrido de 30 horas de vuelo en avión; esta cercanía que derriba barreras idiomáticas y parece achicar distancias para transformar dos continentes distintos y distantes en el sueño de un proyecto binacional a mediano plazo?
Algo muy poderoso ha estado ocurriendo y muchos de nosotros no lo hemos percibido aún: llega, tal vez, como una revelación. Para nuestra sorpresa, ese Japón lejano comienza a parecer próximo y más afín. Esto ocurre hasta en las cosas más simples de nuestras vidas. Este fenómeno que reduce las distancias lleva un nombre muy divulgado. El término es sospechoso, para algunos, por no abarcar, en su definición, la descripción cabal de aquello que nombra: Globalización y Liderazgo.
Palabras que aluden a un conjunto extraordinario de transformaciones que operaron en muchísimos planos de la actividad humana en las últimas décadas, que puso a prueba nuestra capacidad de descripción e, inclusive, de enumeración: libre comercio, intercambio de información, flujo migratorio y de capitales, desregulación, inversiones a escala mundial, fusión entre empresas multinacionales, crisis en las reglas del sistema financiero global, diálogo y conflicto entre culturas, etcétera.
Nunca antes hemos estado tan conectados y -por esa misma razón- nunca han sido más visibles nuestras diferencias y desafíos en común. Por eso las distancias parecen esfumarse y prestamos atención a lo que ocurre en los rincones más alejados del planeta. Por eso nuestras crisis -cualquier crisis- nos afectan y preocupan a casi todos por igual.
La globalización ha sido explicada de maneras diversas, inclusive contradictorias. Algunos vieron en su dinamismo un mecanismo destructor que atraviesa y perturba el funcionamiento de los viejos estados-nación. Otros prestaron atención a aspectos más esperanzadores de esta interdependencia en todas las áreas de la actividad humana. Hubo sospechas y un exceso de optimismo que hoy parece algo ingenuo, como la afirmación de Francis Fukuyama, en 1989, de que habíamos alcanzado el ansiado “Fin de la Historia” y de que el mercado, por su sola presencia, puede remediar mágicamente nuestros problemas.
Inútil, a esta altura, la estéril discusión entre quienes defienden y quienes deploran la inexorable lógica de interdependencia entre comunidades e individuos. La globalización, como reconoció hace poco tiempo el presidente norteamericano Barack Obama, está con nosotros para quedarse. Pese a ciertos acontecimientos (referéndum en Escocia, Brexit o afanes independentistas en Cataluña) que se explican más como afirmación de identidades que como un abandono de la fe en el destino común, el planeta se encamina hacia una convergencia de procesos, reglas y proyectos. No hay vuelta atrás, y esta no es una expresión de deseos, sino una exhortación al compromiso con nuestro futuro.
Este nuevo escenario no nos permite decidir si aceptamos o no las consecuencias negativas del proceso que nos acontece. Como ocurrió durante el neolítico, y en otros momentos de la evolución humana, la acción de la Humanidad arrastra consigo usos y costumbres que nos empujan a nuevos imperativos. En nuestro caso, el de un dinamismo inédito provocado por una interminable sucesión de cambios de paradigma: económicos, políticos y comunicacionales, entre muchos otros.

Integración mundial
Ante este nuevo escenario, como tantos otros analistas, no tengo todas las respuestas –o no quiero arriesgar soluciones taxativas a fenómenos en pleno desenvolvimiento, de consecuencias aún impredecibles-. Pero pese a las asimetrías que asignan a unos el papel de países desarrollados y nos relegan a otros al papel de naciones en desarrollo, se puede advertir un afán común, ya desde el fin de la Segunda Guerra Mundial: el de un nuevo orden mundial orientado a la cooperación e integración internacional en pos del desarrollo de objetivos comunes a nivel local, regional y global.
Sospecho que adaptar los viejos organismos de un gobierno local a un mundo globalizado no será sencillo. Los Estados-Nación, creados en torno a conceptos como soberanía o identidad nacional, no han sido tan veloces como el mercado, ni tan flexibles como las culturas a las que rigen. El intento de crear organismos de gobierno mundial, que puedan hacer frente a las consecuencias inesperadas, e incluso reprochables, de este flujo extraordinario de recursos, capitales y voluntades, no funciona aún como se esperaba. Ni las Naciones Unidas, ni el FMI, ni la Comunidad Europea ni la OEA ni el Mercosur han creado aún los mecanismos que permitan liderar una gestión activa de estos fenómenos.
Tal vez haya que crear nuevas herramientas, lo cual llevará quizá varias décadas. Sin organismos rectores, a escala mundial, debemos depositar nuestra esperanza en la masa crítica de quienes construyen el diálogo. Construir, vale decir: no reducir nuestro intercambio a una acumulación de números, de inversiones que se inician o de acuerdos que se cierran.
El diálogo diplomático requiere matizar todos los “sí” y los “no” rotundos, y acercar a esos pueblos que, como he expresado anteriormente, ya son cercanos por esa voluntad humana que trasciende las limitaciones de la distancia, del idioma y de las culturas. El desafío está en traducir esa afinidad implícita en desafíos compartidos y responder a preguntas prácticas:
¿Qué soluciones puede traer una cultura a las necesidades de la otra?
¿Qué podemos ofrecer nosotros, con nuestra juventud y nuestro extenso territorio y, de manera recíproca, qué puede ofrecernos ese gigante de la economía mundial, con su cultura milenaria y su increíble liderazgo en la innovación tecnológica?
La integración, repito, no es algo que nos sea dado aprobar o censurar: ya es algo inexorable. De nosotros depende, pues, encontrar el modo de armonizar ese proceso globalizador, minimizando sus riesgos y acrecentando sus oportunidades.
Me consta, y puedo dar fe, que estos nuevos objetivos de integración políticos, culturales y comerciales ya se encuentran expresados con total firmeza y determinación en las labores diplomáticas del señor embajador Noriteru Fukushima en nuestro país; motivo por el cual me permito afirmar con total seguridad que estamos ante la extraordinaria oportunidad de consolidar la mejor relación bilateral de nuestra historia.  
Teniendo en claro la fuerza de estos nuevos liderazgos como la dimensión de sus desafíos, desde Amigos de Japón queremos aportar un nuevo espacio de relacionamiento político y cultural que nos permita interactuar desde todos los niveles de nuestra sociedad para seguir fortaleciendo los lazos de hermandad fraterna y desarrollo estratégico entre nuestras naciones.

* El Dr. Fernando León es presidente de “Amigos de Japón” y “Amigos de América”