Jueves, 11 de Febrero de 2016
Volar jugando por la vida
Escrito por Masako Itoh   

Rina Gabe nació en Perú, pasó por Chile y hace algo más de 40 años que vive en la Argentina. Eligió las artes visuales como camino. Actualmente se desempeña como coordinadora técnica de la Dirección Escenotécnica del Teatro San Martín. Una vida singular, de trabajo, con momentos inesperados y, por qué no, con algo de magia.

“La voz es magia” anuncia el contestador automático de Rina Gabe, peruana radicada en la Argentina, artista visual y actual coordinadora técnica de la Dirección Escenotécnica del Complejo Teatral de Buenos Aires. Y un abrupto pip invita a dejar el  mensaje.

En el mundo de Rina, cada cosa es así: singular, admirable e inesperada.  
“Tengo muchas vidas, cada determinado ciclo me pusieron una persona extra que yo no sabía de dónde aparecía, como para indicarme el camino a seguir”, dice.
Ya a sus 17 años, la primera de estas guías, Rosa Larco -folclorista y musicóloga- le dijo que iba a ser escultora y le ofreció una beca para ir a estudiar a Chile. “Rosa tendría unos 50 años, me ayudó a abrir mi cabeza a un mundo completamente diferente, y creo que, como todo adolescente que tiene aspiraciones diferentes, o que quiere salvar el mundo, y ayudar a todos, pensé que ese era un camino y me decidí por la Sociología”.
Gabe, hija de un matrimonio mixto peruano-japonés, recuerda que su familia paterna no le perdonó nunca ser “Ainoko”, ni la comunidad peruano-japonesa, el hecho de “no tener Okane”. 
“Yo era la única hija mujer en mi familia, y siento que mi mamá, a su manera, fue visionaria; como que me largó para que pudiera ser independiente y no repitiera lo que ella había vivido: era estudiante de Medicina en Lima, pero la casaron y la mandaron a Santa Cruz de Flores. Cuando era chica no entendía por qué yo estaba sola, pupila, y por qué no estaba con mis hermanos, que sí vivían con mis padres, y los extrañaba mucho. Pero al final me acostumbré a vivir sola; en principio, en un internado desde los 6 años y, después, con mi abuela, que era muy mayor. Siempre he estado sola, leyendo mucho y haciendo cosas”.
- Una infancia dura…
- Después de muchos años, yo entendí que ninguno de mis padres fue feliz. Mi papá era artista y nunca pudo desarrollar eso que le gustaba. Lo descubrí en mis clases de grabado en la escuela de arte: yo tenía una lucha con la chapa, era un material que me costaba mucho trabajar y no entendía por qué tenía tanto rechazo. Y ahí comprendí el tema de la soldadura para mí, que era el trabajo de él.  Mi padre hacía niquelado, bronceado, trabajaba en plata y tenía un taller de piezas grandes, lámparas, arañas, inclusive uno de sus trabajos está en la municipalidad de Lima. Pero al casarse, la familia le vendió el taller, y no pudo desarrollarse en eso que le gustaba.
- ¿Por qué la Argentina?
- Durante dos años, estuve en Chile estudiando Sociología, cuando vino el golpe militar y se cerró la facultad. Me había casado con el padre de mi hijo, que estudiaba arqueología, y sus hermanos vivían en Argentina y le ofrecieron trabajo. Estuvimos cuatro años casados y luego nos separamos. Entonces comencé a estudiar Bellas Artes en la Escuela de Arte de Luján. Así que mi hijo tenía 4 años e iba junto con él a la escuela.
- ¿Te generó algo de temor emigrar?
- Inmigrar no fue nada extraño, era como solo cambiar de casa, porque ya ni recuerdo las veces que me he mudado; solo me adaptaba, observando cómo se movían las personas del lugar al que llegaba. Se me ocurre que dentro de mi gen okinawense debe estar incorporado el salir de la isla a recorrer el mundo. No me dio miedo conocer algo nuevo, sí mucha curiosidad. Cuando, de repente, debo hacerme cargo de mi hijo al 100 por ciento, ese sí fue un momento de miedo que tenía que ver con encontrar trabajo para poder moverme. Que cuando se supera y se cubre la supervivencia, ese miedo lógico se desvanece. 
- ¿Cuál era tu relación con la comunidad japonesa?
- Cuando tenía 14 o 15 años, mi familia paterna siempre me hizo sentir bastante mal, me relegaron, porque no era japonesa completa, sino Ainoko. Mi mamá era peruana y esto me lo hicieron sentir mucho. Ese fue uno de los momentos en los que yo pensé: soy peruana, y quise olvidarme de parte de mis raíces. Hasta que un día, estando ya en Luján, y antes de Malvinas, una señora que era la Directora de Cultura de Luján, y con la que yo trabajaba, me llevó al Museo de Arte Decorativo a ver a una persona que bailaba danza tradicional okinawense. Fui a ver bailar a Marta Chizuko Tamashiro. Cuando veo el escenario y empiezo a ver el kasa, el sombrero, a sentir la música, ver las ropas, los kimonos, me bajaron de un castañazo, porque todo eso lo había escuchado y visto en la casa de mi abuela. Cuando esta persona termina de bailar, me quedé dura en el asiento. Esta señora me dice que fuésemos a saludar a la bailarina, y yo siempre tenía la imagen de las japonesas de pelo negro y permanente que me chocaba muchísimo –porque me gustaba el pelo lacio y no me cerraba la permanente-, y pensaba que si se aparecía una persona de pelo con permanente me moriría, pero aparece alguien con pelo lacio y largo, con raya al costado, exactamente como yo. Y al verla, ella me dice: “Sé que valió la pena, bailé para vos”. Cuando volví a casa, la cabeza me daba vueltas a mil, terminé dibujando con tinta unos tabis blancos con alas (las medias del kimono) y me daba vuelta todo en el mate sin entender mucho. Chizuko  empezó a tratar de ubicarme, pero yo me negaba, porque no sabía de qué podía hablar con ella. Fue una de las personas que, tiempo después, me dijo: “¿Vos te viste la cara que tenés? Va a ser hora que te hagas cargo”. Nos hicimos grandes amigas, y ahí empecé a leer, a buscar, a preguntar; me costó muchos años, incluso intenté comenzar a estudiar japonés, que me costó horrores, pero aprendí bastante. Y averigüé un montón de cosas y a querer mis raíces. Chizu fue la segunda de esas personas que digo que me marcaron, que se me aparecieron para enseñarme algo.
- ¿Cómo fue tu paso por el Teatro Trinidad Guevara de Luján?
- Yo necesitaba trabajar, me había separado y lo necesitaba. Uno de mis primeros trabajos fue en los talleres infantiles que comencé desde el primer año en la escuela de artes. Pero cuando se inaugura el teatro de Luján, en 1981, ahí me contrataron; pero yo ya venía colaborando desde 1977.  Años antes, habían venido a buscar gente a la escuela de arte para pintar una escenografía. Fuimos muchísimos, pero al final quedamos solamente tres. Y más tarde, cada vez que había algo que armar, me llamaban directamente a mí. Ahí empecé de cero, atendiendo a los elencos que llegaban, metiéndome mucho en los armados de las obras. Todo lo aprendí arriba del escenario: manejar luces, hacer vestuario, trabajar en carpintería, hasta limpiar el escenario con coca cola para que la bailarina no se resbalase. Hasta 1988, que entré en el San Martín, estuve trabajando en ese escenario.
- ¿Con qué material te gusta trabajar más?
- No tengo como un material que me gusta definido, si me sirve para hacer algo, yo lo tomo. Tela, tejido, metal, papel,  puedo usar todos, todos ellos me gustan. Yo no paro hasta que no descubro cómo se usa ese material o cómo se corta o para qué sirve, hasta que resuelvo y ahí ya está, me quedo tranquila, como que ya adquirí el conocimiento y en algún momento me servirá.
- Y para el teatro todo eso te sirvió…
- Sí, porque ahí siempre hay que inventar algo o resolver algo. 
- ¿Cuál es tu conexión con la comunidad argentino-japonesa?
- Yo no estaba nada conectada, excepto por Chizu. Durante la celebración del centenario de la inmigración (okinawense), me entero que necesitaban armar una muestra en homenaje al artista Seiko Yagi. Fue la tercera de esas personas claves que se me aparecieron en la vida, un personaje que, sin estar vivo, me obliga a hacer un montón de cosas que yo no las hubiera hecho si no fuera por este trabajo. Me dieron un papelito de 10 x 10 que lo habían sacado de Wikipedia. Tuve que entrevistar a muchos familiares, buscando gente que lo hubiera conocido. Les pedí todo lo que tuvieran: postales, cartas, todo. Y pude armar su biografía, porque él había dejado, de alguna manera, su biografía, que yo tomé y pude armar. Tenía obra de los años 50 para adelante, que  me tuve que traer a mi casa para restaurarla: la mayoría óleo sobre lino, de ese buen lino. Pero la obra estaba picada, rota con sietes, con capa pictórica que no existía, algunas con hongos, otros dobladas o escritas. Incluso él se armaba sus marcos de madera, algunos tuve que repararlos. Fui descubriéndolo a él por sus obras, fue cambiando los colores y la forma. Necesitaba descubrir a la persona y con tanto contacto con la obra, al final, la descubrís, conectás directamente con la persona. Las hermanas, después que vieron el montaje de la obra, se dieron cuenta de su dimensión y se conectaron con el curador del Museo de Okinawa y decidieron regalarle la obra.
- ¿Y tu llegada al al Teatro San Martín?
- Fue como mágica. Yo tenía una nota del Intendente de Luján pidiendo una visita para conocer el Teatro San Martín. Y me recibe Kive Staiff, quien era el director,  y me deriva con el director técnico, que era Muiño, y yo no sé qué fue lo que leyó en la nota, esto creo que fue magia pura, porque me mira y me pregunta: ¿Qué días puede venir al teatro? Al mes, me llega el rumor de que querían ofrecer un puesto y quedarme fija, pero yo tenía todo armado en Luján. Se lo comento a mi hijo, que tenía 13 años, y me dice: Mamá, ¿vos sos loca? yo no sé si vos no te das cuenta quién te está ofreciendo el trabajo; te lo está ofreciendo el Teatro San Martín. (Yo siempre lo llevaba a los teatros y museos, iba conmigo a las giras, a todos lados.). Si a vos te ofrecen ese trabajo -me insistió-, vos les decís que sí, yo te ayudo.

 

Se vuelve, se recuerda
En febrero de 2006, Rina inauguró la exposición “Kokoro”, en la Galería de Arte Ryoichi Jinnai del Centro Cultural Peruano Japonés. Ella necesitaba “homenajear a sus abuelos y mostrarle a su familia lo que había hecho”. Allí exhibió 23 piezas entre óleo, serigrafía, pintura textil y collage. Pero todas las miradas se las robó una instalación en hierro soldado, “Kokoro” (en homenaje a su familia japonesa). Se trataba de una figura humana de hierro sobre una caja de madera con el número 23, y unas piedras recogidas de la playa. En una mano llevaba Osenko y, en la otra, una canasta con fruta y un texto de su abuela, Kamako Gabe, tanto en japonés en castellano, donde se rememoraba su llegada a Perú y esos traumáticos primeros años.
“Fue como una manera de reunir a mi familia que no veía hace tiempo, a ex compañeros de la primaria, del secundario y de la universidad. Incluso reuní a los familiares que ya no estaban entre nosotros, porque, de alguna forma, también se hicieron presente. Y el primero que se hizo presente fue mi papá. Yo había pedido armar una instalación sobre mi familia japonesa en Okinawa. A mi hermano le había pedido una caja de madera de las de carga, porque me da la imagen de la inmigración. Mi hermano trae una caja, y el día que vamos a armar la instalación, esa caja tenía un rollito de papel pegado; desenrollo el papel y tenía un 23 rojo enmarcado en un círculo rojo, y dije: ¡Dios mío! mi papá, ese era el número favorito de él y al que él siempre le jugaba. Acomodé el papelito y lo pegué y lo dejé puesto. Nunca había numerado las obras, pero al contarlas vi que eran 23 y me di cuenta de que él estaba muy presente y, evidentemente, muy satisfecho.
- ¿Qué mensaje le darías a esa Rina que está por cruzarse desde Chile hacia Argentina?
- Rina, en 1977, con un niño de 4 años, solos, aprendieron a crecer juntos. Elegiste las Artes Visuales como camino, qué buena decisión, porque sirvió para volar jugando por la vida de manera entretenida, creativa y divertida. Y también encontraste un compañero príncipe, que más se puede pedir…