Viernes, 22 de Enero de 2016
María Matayoshi: Oba, a disfrutar
Escrito por Masako Itoh   

Ella forma parte de una generación que nació en la Argentina, pero que se crió en Japón durante la guerra. Sus vivencias son más ciertas que la propia Historia. Ella es María Matayoshi, la que abre las puertas de su casa para contar, casi en un monólogo, sus recuerdos de infancia “sin papá y sin mamá”.

Una caligrafía enmarcada (kakejiku), una muñeca japonesa en una caja de cristal, fotos familiares de los que ya no están y otras con nietas en kimono, cortinas cortas de encaje, pinos, flores y bamboo. Y una alegre obachan, María Matayoshi, sentada en un sillón con apoya brazos de puntilla, preguntándonos si necesitamos un pullover, si queremos más ocha. “Soy un poco yuntaku (charleta)”, nos dice, y le pedimos que nos cuente todo, pero desde el principio…

Corrían los años 30 y la familia Matayoshi residía en Buenos Aires. El negocio de la tintorería nunca había marchado del todo bien, tal es así que los cinco hijos del matrimonio habían nacido cada uno en casas diferentes. La madre, Matayoshi Kama, les hervía hueso de vaca con fideos, pero al quedar paralítica luego de su último embarazo, María y su hermana, Isabel -la que le sigue en edad-, llevaban la olla hasta su cuarto para preguntarle: -Mamá, ¿está bien la cantidad de agua?-. “Mal alimentada, con muchos hijos y tanto trabajo, a los 33 añitos falleció. Yo creo que mucho de eso fueron los nervios”, se lamenta María.
En 1939, antes de que María cumpliera los diez años, el padre y los cinco niños viajaron a Okinawa  llevando las cenizas de su madre. El viaje en barco duró 70 días, de los cuales más de la mitad transcurrieron encerrados en un camarote, evitando la ola de casos de sarampión. “Papá nos envolvió a los cinco hijos como matambre, con una frazada, y nos dijo: “De acá no salen”. 
- ¿Cómo fue adaptarse a Okinawa?
- En la ciudad, Naha, había luz, pero nosotros nos fuimos al campo, a Asa Taira (Villa Taira). Lo único que era feo era que no había luz. Lo que nos valió mucho fue la inocencia, si hubiera ido a los 20 años creo que me volvía. En este pueblo se vivía descalzo, pero como uno es chico se adapta pronto. El ambiente te acostumbra (ríe), tipo dojin (indio).  Traían la batata del campo y los hermanos llenaban una tina de cemento donde las limpiaban a
fuerza de pisar y pisar. Después, se cocinaba, no con leña, sino con un pasto seco. Tenían que estar muy pendientes del fuego, mañana y noche, tirando el pastito poco a poco, atentos a la olla. La comida se completaba con un tazón de sopa con pescado seco para que tuviera gusto y tofu. No había otra cosa. “En inaka (campo) todo era así”. 
- ¿Se quedaron todos allá?
- Cuando llegamos, y con un hermanito que recién había cumplido el año, ya nos habían preparado una segunda mamá. Papá, Matayoshi Ryotoku, con el mismo barco que nos trajo, al poco tiempo se volvió a Argentina. Un día vine del colegio y me di cuenta de que papá ya no estaba. Sin decir nada, se tomó el barco y se fue. No había trabajo en Okinawa, ¿qué iba a hacer papá?
- ¿Cómo lo tomaste?
- Ni lloraba ni extrañaba, estábamos con el abuelo, que en el pueblo lo tomaban por loco porque era del Ejército de Salvación. Era una cosa de mucha inocencia la mía, porque dije papá se fue y se fue, y no lo pensé mucho. Hace un mes le pregunté a una prima en qué mes se fue papá, y ella me dijo que se fue en seguida, en el “Rio de Janeiro Maru”.
- ¿Esta “segunda mamá” era cariñosa con ustedes?
- No, viste cómo son los japoneses. Yo con mis hijos tampoco, pero ella era una mujer muy trabajadora. Lástima que después nos separamos, en 1941. Justo antes de la declaración de la guerra, el abuelo la mandó para Argentina. “Hombre solo no junta plata”, dijo el abuelo. Debe haber sido una mujer de mucho coraje, se llamaba Matayoshi Usa, porque para ponerse a criar sola cinco hijos... Nos venían a visitar su papá y su mamá y nos traían cosas para comer. Era una alegría,  porque el gochizo era muy diferente. Creo que gracias a ella volvimos a la Argentina. Si viajaba papá solo, no estábamos nosotros acá.
- ¿Qué es lo que más te gustaba por esos tiempos?
- Gakko me gustaba, su disciplina, porque a pesar de que estábamos descalzos, nos enseñaban bien. Nos íbamos con lo puesto y tres o cuatro batatas cortaditas en nuestro obentobakko. Los chicos que tenían su papá y su mamá tenían okazu, alguna cosita más llevaban, pero nosotros no. El abuelo me pedía que no fuera al secundario porque nosotros no podíamos… A mí me gustaba mucho la escuela, pero bueno... El abuelo vendía los chanchitos para poder comprar empitsu (lápiz) y un primo hermano también vendía conejitos para ayudarnos. Lo único que me daba un poquito de envidia cuando iba al colegio, era que los otros tuvieran mejor vestido: no porque fuera mejor ropa, sino porque tenían mamá que los vestía y los arreglaba.
- ¿Una anécdota de esa época?
- En sexto grado me tocó tener mejor puntaje del curso y recibir de manos del kocho sensei (director) regalos de libros y cuadernos, pero yo no tenía ropa para ir al acto. Al no tener mamá, uno aprende a arreglarse con lo que tiene. Entonces, una prima me prestó el uniforme para ir a recibir esos libros y cuadernos, y esa ropita que me prestó todavía lo tengo acá, de recuerdo, no me gusta tirar. 
- ¿Cuándo estudiabas?
- El estudio lo hacía mientras cocinaba la batata, porque hay que cuidar el fuego para cocinar batata, y como de noche no hay luz, leía con la luz del fuego de la batata mientras echaba el pasto. Yo no sé cómo no se nos incendió la casa: se cocinaba con pasto, pared era de pasto, techo era de pasto, la puerta y hasta la soguita para atar la puerta eran de pasto.
- ¿De qué vivían?
- El abuelo criaba chanchos. ¿Sabés por qué hacíamos tanta batata? Porque la cáscara de la batata bien lavada era el alimento para los chanchos. Y además el tofu, yo y mi hermana Isabel hacíamos tofu para los chanchos, porque con cáscara solo era poca comida. Una noche dejábamos el poroto de soja y después está el uzu (molino de piedra), con una manija y se gira y por el costado sale. Después se saca la cáscara y se cocina con agua de mar para que cuaje, y no sé cuántos kilómetros teníamos que ir a buscar el agua de mar. Una parte era para nosotros y el resto era para los chanchos. 
- ¿Qué es lo que le daba fuerza en los momentos difíciles?
- Como todos vivíamos de esa forma, yo no pensaba que eran momentos difíciles. Creo que lo que valió mucho fue la inocencia, porque no sabíamos nada de qué es kuro (sufrimiento), al no tener nada no entendés nada tampoco. Okinawa se iba a quemar. En el año 1944, su abuelo la instó a salir de Okinawa y llevarse a sus hermanos a refugiarse a Japón. “Abuelo, no tenemos ropa, estamos descalzos”, le contestó llorando. Con sus 15 años tenía que  dejar a su abuelo, y, como ella, mucha gente del pueblo comenzaba a abandonar el lugar. “El abuelo me dijo que Okinawa se iba a quemar toda, que nos teníamos que ir. No sé cómo hizo,  pero nos dio plata: unos cien pesos de hoy. No recuerdo qué barco era, pero era gratis y estaba lleno. Íbamos en tres barcos escoltados por un buque de guerra y un avión. Cuando estábamos llegando a Kagoshima, un torpedo hundió el barco que venía más atrás: eran chicos de colegio y no sobrevivió nadie. Después llegamos a Kumamoto, estuvimos casi un año. Vivimos en un galpón de gente pudiente, éramos cinco familias: los cinco hermanitos, al fondo; en el medio, una familia con tres hijos y, adelante, una señora con su hija y otra con su hijo. A los más chicos los pusimos en el colegio, pero Isabel y yo dejamos lo dejamos, ya no podíamos entrar. En el primer momento nos
dieron comida, poroto, arroz, zapallo, pero como Japón se puso tan feo, después nos tocó salir a trabajar. Yo salí primero, me tocó primero en la casa de los pescadores, tenía que cuidar una nena y limpiar.
- ¿Cuál es el recuerdo más fuerte de su año como refugiada en Kumamoto?
- Estaba tan mal Japón en el año 1944. Recuerdo que para cambiar los cables de alta tensión, el camión llegaba hasta la calle, como no podía subir al monte, el camionero nos agarró a cuatro chicos. Nos puso tres o cuatro vueltas de cable a cada uno e íbamos yoissho, yoissho. Eran cables tan pesados. Se me salían las lágrimas, pero si yo me caía tiraba a todos abajo. Así estaba Japón, y así quería ganar la guerra. ¿Con qué? Nosotros subimos todo eso. Arriba estaban obachan para enrollarlo en un tronco de madera, después venían los técnicos y cambiaban el cable. Justo cuando estábamos por terminar, comienza a sonar  kushu keiho (sirena de aviso bombardeo) y yo tenía que bajar corriendo al colegio a buscar a mis hermanitos para ir a refugiarnos. Creo que gracias al abuelo y a sus rezos no tuvimos que ver muertos, pero tuvimos que correr mucho. Cada vez que venían los B-29 (aviones) sonaban las sirenas y nos íbamos a una cueva abandonada, que estaba mal hecha. Esa vez cayó una bomba a una cuadra, hizo mucho ruido, pero no explotó, ¿será el abuelo, será Jesús, serán nuestros antepasados?
- Mucha fortaleza la suya.
-Muchos me dicen qué fuerte; no soy fuerte, me la aguanto. No sé cómo hice tantas cosas: coser, tejer, cavar, plantar, limpiar, montón de trabajos distintos tuve; hay algo que yo no manejo, Dios te ayuda. Si mi hermanito necesitaba un saquito, destejía varios guantes y le tejía un saquito. A veces nos tocó hacer sal de mar, cargué mucha agua, pero mucha. Por eso tengo toda la espalda como gastada ya, como si todavía estuviera cargando agua. Todo siempre era cargar: las batatas que se ponía en bolsas tejidas y se cargaban, los abonos para la tierra también, pero lo que más me pesó fue el agua para hacer sal. Ahí nunca pensé, porqué nos pasa esto, nos hubiéramos quedado en Argentina que estaríamos mejor, eso nunca. Crecimos en ese ambiente, así que me olvidé de Argentina, no venía plata ni tegami (carta) ni nada, porque se había cortado todo con Japón por la  guerra. Del año 1939 que nos vinimos, recién en el año 1951volvimos a ver a papá, en Argentina.

 

Poder dar a los demás

Tras un año como refugiados en Kumamoto, y luego de caídas las dos bombas atómicas y la muerte del abuelo, María y sus cuatro hermanos regresaron a Okinawa para vivir junto a una tía. Sin embargo, una yuta (especie de médium que transmite mensajes de los antepasados) consultada por su tía, le aconsejó que los cinco niños no debían vivir con ella. María y sus hermanitos aprovecharon el terreno baldío junto a la casa de la tía e improvisaron una choza con barro y pasto donde vivieron desde 1946 hasta 1951. Durante el día trabajaban en el hatake (campo), pero como no había dinero para distracciones, la música era su única alegría. “Las amigas que podían ir al cine me traían las letras de las canciones de moda, y nosotros vivíamos cantando eso, también canciones de guerra y lo que recordábamos del colegio; otra veces, cantos de amor, aunque no entendiéramos bien la letra (Ryukoka). Y con una latita y un palo y tres hilitos hicimos como un samisén. Esa fue nuestra diversión hasta 1951, que volvimos a Argentina”. 
En su habitación, María tiene su iglesia, su pequeño oratorio: un mueble con fotos de hermanos, madre, padre, abuelo y la “oba chiquita” (suegra) donde les coloca sal y arroz;  y a ellos les reza a la noche “oinori a la uchinaguchi” y, en la mañana, el padre nuestro; un día en castellano, otro día en japonés.
“Hice toda clase de trabajos, el cuerpo de uno aguanta, y  me llama la atención que todavía vivo y que mi madre, con 33 años, pobrecita, se fue tan tempranito, siempre me asalta ese pensamiento. Y yo sigo viviendo, tantos años; pero estoy muy bien, muy feliz, pero siempre está este pensamiento que se aparece. Pero tengo hijos y nietos tan buenos; el varón hace fideos caseros con la máquina y nos llama por teléfono y nos invita a comer. Mi yerno y mi hija viven conmigo y gracias a ellos pude viajar y conocer gente, que es una alegría. Viajo con Nikkei Solidaria y la guía Junko Isshu, que conozco hace mucho tiempo, y no me pierdo todos los meses las reuniones de AUN. Esto,  gracias a mis hijos y mi yerno, que siempre me dicen lo mismo: oba, a disfrutar.
En su placard, María todavía conserva el futon y regalos que le mandaron de Argentina, en el año 44; el uniforme escolar que le prestaron en sexto grado para recibir el premio a la mejor alumna y
las cuatro valijas que coció antes de volver a Argentina, reutilizando la tela de los bolsones donde los norteamericanos les entregaban alimentos. María no tira nada: hasta hizo un cuadro con un viejo chanchanko (chaleco) de su hija Noemí y otros retazos de telas bordadas. Todos los meses, sin falta, apenas cobra su jubilación, compra cuatro bolsas grandes de arroz en Kometo para mandarle a cada nieto, y que nunca les falte el arroz. A una de sus nietas le faltaba la suihanki (gohanera), pero con un poco de esfuerzo, se la pudo regalar.
Y es que como dice María, “eso es tanoshimi, poder dar a los demás”.