Viernes, 29 de Julio de 2022 |
"Tuve que irme lejos para entender un poco más a mis abuelos, para saber qué se siente ser extranjero" |
VIRGINIA HIGA, nacida en Argentina, actualmente vive en Estocolmo, Suecia. Hace unos años, vine con mi pareja a vivir a Estocolmo, la capital de Suecia, un país del que sabía poquísimo. Apenas unas palabras, algunos datos históricos, algunas canciones de ABBA. Vinimos impulsados por una oportunidad laboral, pero también por cierto espíritu de aventura: nunca habíamos vivido afuera y queríamos saber cómo era. Así fue que cruzamos el océano llevando en la mochila la computadora portátil, el celular con las apps para hablar con la familia y los amigos, el teléfono con cámara de fotos para registrar las novedades y mandarlas a casa en menos de un segundo. Todas esas redes invisibles que en las últimas décadas comprimieron y achicaron el mundo. Desde que vivo acá, pienso mucho en el viaje que hicieron mis abuelos de Okinawa a Argentina, en una época en la que la comunicación era dificultosa y cada carta que llegaba era una reliquia de otro mundo. Una época en que una travesía como esa significaba, casi siempre, una partida definitiva.
Llegamos a Suecia en un momento histórico muy especial. Desde hace más o menos diez años, el país tiene los niveles de inmigración más altos de su historia: alrededor del 25 % de la población tiene orígenes extranjeros. Suecia es hoy lo que Argentina era a principios del siglo XX, un verdadero crisol, un lugar de encuentros, tensiones y diversidad asombrosa. A veces, para entender el paso del tiempo, hay que moverse un poco en el espacio: es probable que lo que pasó en un lugar hace mucho tiempo esté pasando también hoy, aunque un poco más lejos. Suecia está llena de inmigrantes de primera generación, como mis abuelos, y de los hijos de esos inmigrantes, como mi padre y mis tíos. Vienen de los lugares más diversos: Siria, Afganistán, Irán, China, India, Rusia, Etiopía, Somalía. Me resulta fascinante observar la relación que esas familias tienen con su lengua materna, y no puedo dejar de relacionar lo que veo con la historia de mi propia familia. Muchas familias mantienen su lengua y la hablan activamente, pero muchas otras (muchas más, quizás) eligen hablarles a sus hijos solo en la lengua del país donde viven. Es una lengua extraña, porque los padres no son nativos y la hablan con acento extranjero. Los hijos nacidos acá, sin embargo, hablan sueco perfectamente; en la escuela, en la calle, en el trabajo. La lengua de los padres pertenece al espacio privado y se usa para nombrar las cosas cotidianas, las comidas, la música, los nombres de las personas, los objetos decorativos, los insultos, los prejuicios, el afecto. Mis abuelos tampoco hablaron japonés con sus hijos. Habían llegado a Argentina sin perspectivas de volver nunca a Japón, y en ese momento, la integración a la nueva sociedad les debe haber parecido el asunto más urgente de todos. Esa decisión me pareció extraña durante mucho tiempo. No la entendía. Incluso hoy, en este país, cuando conozco gente que habla con sus hijos en un sueco pobre y chato en lugar de en un árabe rico y expresivo, me hago esa pregunta. ¿Por qué no les regalan su lengua a sus hijos? Cuando se trata de cuestiones de lengua, nunca hay una respuesta fácil. Muchos no tienen un lugar a dónde volver, muchos escaparon de la guerra y están enojados con su país. Muchos piensan que los hijos van a aprender mejor el sueco si no hay otra lengua que interfiera con ese aprendizaje. A veces, la respuesta es más prosaica, menos interesante: hay que hablar en sueco con los compañeros y las maestras de la escuela, con los médicos, con los vendedores, con los vecinos; a veces es cuestión de pereza, porque es más fácil hablar una lengua que dos. Si reemplazo “sueco” por “castellano” en todas esas escenas, veo a mis abuelos japoneses decidiendo día a día, en medio de cuestiones prácticas, en medio del trabajo diario en la tintorería, de qué modo hablar con sus hijos. Zōri, gohan, kamaboko, ohashi, andagi son algunas de las palabras que sobrevivieron al tiempo y a esos ajustes que ellos decidieron hacer en medio de esa vida nueva, llena de dificultades, de malos entendidos, adaptaciones y pequeños triunfos. Llegaron hasta mí, y las atesoro. Porque no son solo palabras, son puertas de entrada a un mundo. Ahora que vivo en un país tan diferente, yo también me enfrento todos los días a una cultura que no es la mía y que no termino de entender del todo, que a veces me frustra o me enoja, me asombra o me divierte. Extraño la familiaridad de los argentinos, su curiosidad, sus ganas de hablar con los otros, su sentido de la amistad. Pienso que tuve que irme lejos para entender un poco más a mis abuelos, para saber qué se siente ser extranjero. ¿Qué cosas habrán extrañado ellos de Japón? Nuestras experiencias, sin embargo, son diferentes: yo sé que voy a volver a mi país natal, esa vía no está cerrada para mí, como sí la estuvo para ellos. Quizás por eso fue tan importante para ellos su colectividad, y mantener los lazos con otros inmigrantes japoneses. Pienso en eso cada vez que veo a mis vecinos sirios haciendo un asado, cada vez que me cruzo en la playa con grupos de familias indias comiendo alrededor de una olla gigante, bajo el sol sueco del verano. Pienso que todos deberíamos ser inmigrantes alguna vez, aunque sea por un rato, para ser más comprensivos, para tratarnos mejor. * Autora de la novela "Los sorrentinos" |