En Japón, las políticas de gobierno para incentivar tanto la tasa de natalidad como la incorporación de más mujeres al mercado laboral; en la Argentina (y otras partes del mundo), la campaña “Ni una menos”, la marcha contra la llamada “violencia de género”. En ambos puntos del globo, la mujer, de alguna manera, fue centro de debates durante el 2015.
Y finalizado el año, si uno busca puede encontrar listas con “las mujeres más poderosas”, con las “mujeres destacadas que cambiaron el mundo”, las más “elegantes”, las más “sensuales”, las más “mediáticas”, etcétera. Ellas son “los modelos” que se imponen. En el plano nacional, además, tuvimos una presidenta que culminó su mandato, pero la asunción de una vicepresidenta y de cinco gobernadoras provinciales (Santa Cruz, Santiago del Estero, Catamarca, Tierra del Fuego y, la más emblemática, Buenos Aires, por ser la provincia con mayor población del país). Y en Japón mismo, algunos medios hablan de Tomomi Inada como alguien con posibilidades de suceder al primer ministro, Shinzo Abe. Podemos seguir enumerando referencias con la mujer en distintos ámbitos. Sin embargo, mirando hacia adentro, en nuestra colectividad, queremos destacar de ellas otros valores, de antaño, otras historias, porque al mundo, artificialmente, lo están haciendo girar cada vez más rápido. A lo largo de la historia, la mujer en nuestra colectividad ha tenido su rol, ya fuese como acompañante del hombre, en un principio, pero también a cargo de la educación de los hijos y, más actual, en la difusión de la cultura. “A ella (la mujer) se le debe gran parte del crédito en la construcción de la imagen positiva de la colectividad japonesa en la Argentina”, señala la Doctora Cecilia Onaha en una entrevista que se publica en esta edición. Algunas de las tantas historias de vida que rescatamos, casi anónimas, pero que, de seguro, identifican a muchos, son como la de María Matayoshi, quien ya supera los 80 y hoy -dice- “vive una segunda juventud”. Nacida en la Argentina, emigró a Okinawa y se refugió en Kumamoto durante la guerra. Una mirada actual va a ver en la historia de María una vida pasada llena de privaciones. Ella, muy por el contrario, recuerda esos momentos con inocencia. Reflexiona: “No sabíamos nada de qué es kuro (sufrimiento), al no tener nada, no entendés nada tampoco”. O como la de Rina Gabe, artista, quien dejó su Perú natal, pasó por Chile y recaló, hace ya 40 años, en la Argentina. En el medio de esos viajes, y de muchas mudanzas, hubo momentos duros, de miedo. Parada en el 2015, viendo hacia atrás, fue un camino recorrido o, como dice ella, volado “de manera entretenida, creativa y divertida”; un camino que la va llevando a reencontrarse con sus raíces. Otra historia de aventuras es la de Sachiko, la señora que atiende el buffet de Nichia por las mañanas; trabaja en la secretaría, por las tardes, y hasta suplanta docentes, si hace falta, y dicta un taller de sandalias. Más conocida por los onigiris que prepara y vende los sábados en gakko, ella también debe hacerse tiempo para criar a sus dos hijas. Su esposo falleció hace ya 13 años, pero Sachiko, con su brillante sonrisa, dice que no piensa en qué es la felicidad ni qué es el sufrimiento. “Los días pasan, fluyen, y estoy acá”. La responsabilidad y la constancia son dos cualidades que definen a Emiko Arimidzu, sensei de Ceremonia del Té. Ella es porteña, pero se crió en el Japón de la guerra. De pocas palabras o, mejor dicho, de palabras justas, sensei, activa como siempre, afirma que aún hoy, a sus 84 años, sigue aprendiendo. Ellas son “los modelos” que destacamos. Y si la Historia muestra lo que es, la Literatura, definitivamente, muestra lo que podría ser, e incluimos en esta edición una reseña de la novela La herencia de la Madre, novela de Minae Mizumura publicada en castellano hace unos meses. Lo interesante es que la autora del artículo (también traductora de la novela), muestra en su introducción cómo morfológicamente en el japonés el ideograma de mujer se “engorda” y pasa a ser el de madre (母), y este Kanji, a su vez, parece abrazar a un bebé, mientras que los dos puntitos representan dos senos. Es un ejemplo de que cada lengua es una visión del mundo, y vemos cómo el habla y la lengua se inspiran en la naturaleza.
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