Jueves, 17 de Enero de 2013
Ojos bien cerrados
Escrito por Masako Itoh   

Nacida en Córdoba, Emiko Yamamoto comenzó a los 18 un viaje interior y exterior que, primero, la trajo a Buenos Aires y, tras la búsqueda de su padre, la llevó hasta Santa Cruz de la Sierra, Bolivia. Siguió recorriendo el mundo dando clases de yoga y, hoy, instalada en Buenos Aires, se desempeña como instructora en un Spa de Palermo y en el exclusivo Hotel Faena. “La clase que doy es consecuencia de todo lo que viví”, dice.

Ojos cerrados, muy cerrados. Martes, casi siete de la tarde en un Spa de Palermo. El cuerpo al piso sobre dos colchonetas para estar más cómodos; los brazos, a los costados del cuerpo. Palmas de las manos hacia arriba, dice Emiko, mi guía, la profesora. Después de la clase, tengo que entrevistarla, pero ahora ella me hace atender a mi respiración, concentrándome en su intensidad. Que los pensamientos fluyan, me indica.
La respiración es una técnica milenaria que usa el yoga, se llama pranayama. Tiene que ver con hacer consciente un acto inconsciente, que es la respiración. Uno respira sin pensar, pero en yoga se comienza a incorporar técnicas de respiración que están probadas y que tienen sus efectos beneficiosos hacia la salud. Cada respiración tiene sus efectos, te aportan algo en sus distintos tipos. Por ejemplo, si no podés dormir, hay un tipo de respiración que te relaja; otro que te activa si estás deprimido; si estás agitado, hay otra que te baja. Y eso también lo voy dando en las clases.

Tengo que entrevistarla, pienso, pero, ahora, de fondo, se escucha la música de un piano. ¿Será un pianista japonés? A veces lo japonés se cuela así, de prepo, en mi mente. Me dispersé otra vez. Mi guía calla. Ahí, donde ella hace nacer el silencio, uno sabe que tiene que esperar, confiar, dejarla hacer.
-El yoga ayuda a tomar consciencia o a ser consciente de uno mismo -dice-, de su cuerpo, de su voz, de su respiración, de su energía. Y a medida que vas practicando, vas teniendo un viaje interno y a sentir sutilezas, como que la cadera se abrió un poquito, como que tal órgano se está activando, que tal músculo, tal pie, y tiene una consecuencia inmediata que es que te sentís mejor. Se te comienzan a desbloquear las corazas, te desbloqueas. Podés decir, podés llorar, estás más destrabada, podés decir con más fluidez.
La primera vez que escuché hablar de Emiko Yamamoto fue en la televisión, en el 2008. La Justicia ordenaba al  periodista Rolando Hanglin, su expareja, a disculparse públicamente en su programa radial por haberla acusado de hurto.
-Yo era joven e inexperta -me contará luego-. Hasta que, después de ocho años, por mi propio crecimiento personal, tanto de edad como de experiencia de vida -ya había empezado a estudiar y a dar clases de yoga y danza del vientre- empecé a sentir que tenía derecho a ser feliz, de conectarme con mis verdaderos deseos y qué era lo que no quería más para mi vida; darme mi propio espacio. Es un proceso, no es nada impuesto. Hay personas que no lo necesitan nunca, que pueden quedarse en un no reconocimiento, y están cómodas así. 
“Empezamos a soltar el peso del cuerpo hacia la tierra”, continúa. Sus manos comprueban la resistencia de mi espalda y cuello. “Es que es mi primera clase de yoga”, me justifico. Sus manos  intentan que me distienda, que me alargue, que me expanda. Inhalar y exhalar por nariz, dejando que el aire recorra amorosamente el cuerpo, dice. ¿Por nariz? No, no es mi primera clase de yoga, hubo otra, pero para embarazadas, donde me bajó la presión y me mareé. Imaginar el sonido del mar que acaricia las rocas e imitar ese sonido con la propia respiración, dice. Luego de varios inicios, ahora sí: el sonido se hace presente. Emiko acerca un pequeño dispositivo de música a mi oído. Estira su mano con generosidad y oigo, claramente, el mar, y mi respiración trata de imitar el ritmo del ir y venir de las olas. Por fin, una rara incomodidad se apodera de mi cuerpo y mente. Me siento como agradecida. 
-Hoy hicimos un tipo de respiración que se llama ohashi, sonora y consciente, que tiene un ritmo específico, un sonido específico. Yo les hacía tapar los oídos para que escuchen. Esa similitud con el sonido del mar que acaricia las rocas te va metiendo en una especie de viaje, canto, mantra, de sonido que te va tranquilizando el sistema nervioso. Es decir, la respiración tiene poder. En este caso, te va ayudando a la concentración, porque vos tratás de ir generando un sonido que, a la vez, te calma y te mantiene concentrado en tratar de generarlo. Tu mente no se va a otra cosa. Y te va llenando de energía prana y te ayuda a que la sangre se oxigene más.
Ahora, en la esquina de un bar donde charlamos, Emiko, a cara lavada, con un rodete alto y tirante, frente despejada, delicada delgadez que esconde la contundente tonicidad y flexibilidad de su cuerpo, dice: “La clase que doy es consecuencia de todo lo que viví, cada profesor te da una diferente”. El espacio y el vestuario son sagrados, dice, “y eso se ve en mi clase. Me peino de una manera especial, no uso la misma ropa del cotidiano, me visto de blanco, uso una música especial, un peinado determinado, para entrar en un escenario sagrado; es como un ritual, de la calle entrás en un espacio que te tiene que aportar a nivel espiritual”.  
Emiko nació en Córdoba. A los 18 se trasladó a Buenos Aires. Comenzó a estudiar budismo y, en el Centro Okinawense en la Argentina, danza tradicional japonesa y yoga. Viajar a Buenos Aires, aquella vez, fue como una búsqueda de sus orígenes y de su identidad. Hija de un nikkei de Perú y de una argentina de ascendencia vasca, tras la separación de ellos, cuando ella tenía 5 años, no volvió a tener contacto con su padre hasta los 28. Lo encontró en Bolivia.
- Empecé a buscar a mi padre a los 20, hasta que lo encontré. Por teléfono, me presenté con el corazón que me salía de la boca y descubrí que mi padre tenía 3 hijos y su mujer. Viajé a conocerlos y me encontré con su hermosa familia: 3 hijos maravillosos y cariñosos y una esposa inteligente y sensible. Nos llevamos bien todos y nos queremos. Poco a poco, vamos reconstruyendo la familia, y ellos me van dando mi espacio en su corazón y en su vida, y yo a ellos, en mi corazón y en mi vida. Al viajar a Santa Cruz de la Sierra y reencontrar a mi padre, de mil maneras me re encontré a mí misma. Me vi, por primera vez en mi vida, espejada en alguien; en sus maneras de reír, de cantar, de bailar, en su gracia corporal, que es muy llamativa; es excelente bailarín y percusionista. Sin saberlo, toda mi vida había estudiado diferentes estilos de danza, canto y percusión. Encontrarlo me dio muchas fuerzas y seguridad para seguir ramificando mi crecimiento personal y poder pensar en el futuro, creando lindos frutos. Aunque nunca pude hablar a solas con él y expresarle lo que sentía; había poca confianza como para hablar tan profundamente. El nunca buscó tampoco ese espacio de diálogo conmigo.
Hoy se comunican por Facebook.
Emiko conoció a su actual marido, un italiano, mientras daba clases de yoga en una playa nudista de Chapadmalal. Compraron un perro y decidieron viajar, durante varios años, por Sudamérica, Centroamérica, Estados Unidos y hasta Europa, donde, además de dar clases, siguió perfeccionándose en el yoga.
A la vuelta, siete años después de su partida, la deslumbró una Buenos Aires cambiada, más cuidada, con mucha gente que corre por avenida Del Libertador, donde los parques de Palermo se colman de deportistas cada día. La emocionó la conexión de la gente con la salud, y se dio cuenta de que hacía falta el yoga, y preparó un proyecto que presentó al ministro de Ambiente y Espacio Público del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, Diego Santilli. La idea: ofrecer clases de yoga gratis en los barrios, con horarios rotativos, para que cada comuna supiera que, un día a la semana, tiene técnicas para mejorar la calidad de vida. Además, está armando otro evento, que es Yoga en el Obelisco: encontró el lugar más caótico para invadir con paz y respiración. Eventos similares ya se han hecho en Barcelona, Londres, New York. 
También realizó un curso intensivo de yoga para obtener una certificación internacional. “Durante el curso nos decían que si uno no es sumamente generoso en cada clase, y no entrega todo lo que sabe, tiene que replantearse la profesión. La idea es que la persona salga más feliz de lo que entró. De alguna manera es como hacer honor a que vienen en búsqueda de algún tipo de ayuda, y uno tiene que conectarse con eso, sino no sirve.”
Imaginar un bosque o, mejor dicho, el aroma de los árboles, de sus frutos y flores, indica Emiko en la clase. Recién vamos por el precalentamiento y Emiko me sorprende, otra vez, con un aceite de tea tree con el que perfuma mi cuello. Y el bosque aparece ante mí y en mí. Me vuelvo medio árbol con frutos de colores, tengo raíces gruesas que se entrelazan hacia el fondo de la tierra y un tronco robusto, perfumado, que termina en forma de copa. No sé si es la sorpresa del aroma o el perfume mismo o, tal vez, el gesto de recibir algo inesperado de alguien que apenas conozco, pero, a partir de ese momento, la clase, esta inesperada experiencia sensorial, se me revela como un gran acto de amor de una persona que cuida que mi mente y mi cuerpo salgan fortalecidos.
-En realidad esto tiene que ver más con aromaterapia que con yoga… Algunas cosas que doy son aprendidas de otros maestros. Una va alimentando a otros de todo lo que se alimentó. Hoy usamos aceite esencial puro desinfectante: el tea tree. Pero la lavanda relaja; la menta, estimula. Uno va jugando en cada clase con diferentes perfumes. Hay como un amor en la clase: el alumno tiene que salir mejor de lo que entró. Todo lo que te lleve a la salud, al disfrute, aporta. Eso es lo que nos enseñan a los profesores de yoga: que el alumno tiene que salir mejor de lo que entró. Todo lo que te reencuentre con vos mismo, suma.
Ojos bien cerrados. Enraízo en la tierra, dice ella; nada me mueve de mi eje, el centro de mi cuerpo es firme. Imagino que mis pies son raíces; estoy empujando con los pies la tierra, nada me mueve de mi eje, mi centro. Me conecto con mi eje y nada ni nadie me mueven de mi equilibrio.
-Toda mi vida, hasta hace unas semanas, tapé mi dolor y seguí adelante. Recién ahora empiezo a animarme a llorar, después de 10 años de haberlo encontrado. ¿Que es lo que me animo a llorar en estos días? La ausencia de espacio que él me dio en su vida. Lloro al entender que ese espacio no pudo ser llenado ni podrá ser llenado nunca. Ahora me permito y me animo mirar, cara a cara, mi historia, y vale la pena atravesar este dolor, porque, al hacerlo, voy sacándolo y destrabando mi corazón. Hoy, como mujer adulta, busco, día tras día, ser feliz. Por eso creo que me merezco reconocer, claramente, de dónde vengo y elegir con alegría hacia dónde quiero ir.

 

El Sol

Durante enero, Emiko Yamamoto está dando clases con la temática “El Sol”:
Respiración Solar: lado derecho para llenarnos de  energía vital.
Vinyasa: saludo al Sol para promover el calor interno que quema las toxinas del pasado y nos prepara para recibir más purificados las oportunidades del presente y el futuro.
Visualizaciones: los colores amarillos y dorados que nos estimulan alegría.
Asanas: realizaremos posturas de yoga que abren el Chacra del Plexo solar y desbloquean las corazas del corazón.
Una vez liberadas tensiones musculares y emocionales conectaremos con pensamientos y  sentimientos  de Aamor, amor por uno mismo y, después, por las demás personas que nos rodean.