Lunes, 19 de Julio de 2021 |
Juegos y pandemia en la sociedad de los gestos moderados |
Escrito por Andrés Asato y Marcelo Higa |
TOKIO 2020 + 1: un largo y sinuoso camino. A pocos días de su inauguración, el mayor evento deportivo internacional se presenta como un acertijo millonario y espectacular cuya definición solo se resolverá en el último minuto, sino en tiempo de descuento. En los últimos meses, la realidad en Japón se ha partido como nunca. El relato de la gesta olímpica no deja de sorprender cuando se la contrasta con la información sobre el estado de la pandemia y lo que el ciudadano de a pie enfrenta en la vida cotidiana. Las cifras japonesas parecen mínimas si las comparamos con las argentinas. Al 2 de junio, las estadísticas indicaban que los casos acumulados sumaban 750.000 personas y los fallecimientos llegaron a 13.000. Pero cada país interpreta la pandemia con su propia vara, y aquí lo que se impone son las “sensaciones”. En una sociedad en vías de envejecimiento acelerado como la japonesa, la preocupación no es poca. El virus no discrimina primordialmente entre más ricos o más pobres. Se sabe que, en términos de letalidad, la virulencia es tanto mayor en la población anciana. Y en Japón son muchos. El estado de emergencia (al que se suma un escalón previo que aquí se denomina man-en bōshitō jūten sochi, algo así como una “semialerta epidemiológica”) rige en varias prefecturas, entre ellas las de las principales ciudades del país. En el último anuncio del 28 de mayo del primer ministro Yoshihide Suga (las medidas restrictivas se extendían hasta el 20 de junio) las instrucciones del gobierno se orientaban sobre todo a disminuir la circulación. En una megalópolis como Tokio, cuya “amba” (la ciudad de Tokio y las prefecturas vecinas) reúne alrededor de 37 millones de habitantes, la tarea no es poca cosa. Viajar en los trenes japoneses, especialmente durante las horas pico, siempre fue una experiencia full-contact, solamente comparable al transporte de ganado. Los vagones abarrotados no parecerían ser un ambiente propicio para evitar la propagación del virus. Sin embargo, los contagios en serie no parecen reproducirse en los trenes. O eso es lo que se comunica por aquí. Las restricciones, de todos modos, no llegan a niveles asfixiantes. Desde un principio, en Japón las autoridades apelaron al jishuku (“autocontrol”) de la población, sin llegar a un confinamiento total, ni siquiera durante la primera etapa de emergencia -del 7 abril al 25 de mayo 2020-. El cierre o limitación de horarios en lugares donde se producían grandes aglomeraciones (parques de diversiones, shoppings, cines y teatros), contactos estrechos o efusivos, como los bares, cabarets, karaokes, o la suspensión de las clases presenciales fueron medidas que se relajaron con los efectos contenidos de la primera ola a mediados del año pasado. Desde entonces, rige un estado selectivo e intermitente que cada región regula de acuerdo a la gravedad de las situaciones particulares que debe enfrentar. De todos modos, el estoicismo con el que la población enfrenta este flagelo invisible es, cuando menos, llamativo. En un mundo en donde las restricciones y los controles o sus opositores generan disconformidades variables, Japón sobrelleva la situación con relativa calma. Son muestras, tal vez, de un comportamiento colectivo muy arraigado, con sus pros y contras, en donde cortarse solo conlleva el riesgo de la condena social. Ante eventos extraordinarios y con pocas posibilidades de procesar el cúmulo de información científica (por otra parte diversa), la gente opta por aceptar las recomendaciones de las autoridades. De modo que, aun (o sobre todo) en los momentos de incertidumbre inicial, el acatamiento de las restricciones siempre estuvo en el plano de las decisiones de los individuos. Poco se sabe sobre los motivos, pero lo cierto es que los efectos trágicos de la pandemia tuvieron hasta el momento un alcance relativamente limitado. Es más, en cifras puras y duras, el número total de decesos durante 2020 fue un 0,7 por ciento menor al de 2019, revirtiendo una serie continua de 11 años de incrementos. Es también cierto que el covid arrastró consigo los casos de la gripe común, y que la disminución de la circulación y la ralentización general de las actividades habrían incidido en la baja de accidentes. Pero, ¿habrá un factor X que protege a la población de este país? ¿Una predisposición genética? ¿Actitudes relativas a la higiene socioculturalmente arraigadas? ¿Virtudes de un sistema sanitario general e inclusivo? Para la evaluación final, habrá que esperar. Y aun así, es probable que nunca sepamos con certeza de qué se trató toda esta pesadilla. Si nos atenemos a lo que recomiendan los epidemiólogos del mundo, es indudable que los japoneses, como pueblo, se acercan al alumno ideal. Las mascarillas siempre fueron un ítem de rigor en una población habituada, digamos, a la reserva y al distanciamiento social, comportamiento reforzado por la tendencia generalizada a la hipocondría. Un resfrío de estación, algo de tos o simplemente las ganas de preservar un poco de anonimato justificaban el encubrimiento del rostro sin que ello resultara socialmente ofensivo o sospechoso. De ahí que la imagen de personas deambulando con mascarillas quirúrgicas, disruptivas y alarmantes en muchas partes del mundo, nunca fuera especialmente inquietante en esta sociedad de gestos moderados. -Se comienza a transitar el tramo final de la era Showa. A menos de dos décadas de finalizada la Segunda Guerra, el “milagro” japonés hace su presentación ante la comunidad internacional. -En la década del 30 el militarismo se había impuesto como una vía rápida para acceder a la hegemonía regional. -La alineación con Alemania e Italia llevaría a los japoneses a un camino incierto y absurdo. -El fin de la guerra dejó al país en la miseria absoluta y puso a una población devastada a trabajar en la reconstrucción. -En ese marco, vencedores y vencidos, acordaron mantener la figura simbólica del emperador, pero despojado de su condición divina. |